lunes, 14 de marzo de 2011

Añoranza de una casa perdida

Por que son los detalles, como todo el mundo lo sabe, los que conducen a la virtud y a la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente consideradas como males necesarios. (Aldous Huxley en "Un mundo feliz")
Ferreñafe es una ciudad de fundación española. Fue fundada el 13 de diciembre de 1550, por el Capitán Alonso de Osorio y como toda ciudad española las manzanas se organizan a partir de un inmenso cuadrado que es la Plaza de Armas. Dos de las manzanas que cercan la plaza la componen la municipalidad y el templo. El templo es uno de los más ricos culturalmente hablando – aunque sea poco conocido – porque fue construido en distintas épocas de la historia peruana, es así que cuenta con estilos que van desde el renacentista hasta el neoclásico. Las otras dos manzanas las componen casonas antiguas donde vivían las élites de la época española. A dos cuadras de la plaza, sobre la calle principal de la ciudad – que termina en una alameda sin álamos pero con muchos intrusos viviendo cerca del cementerio – se encuentra la casona donde debí nacer un 27 de octubre después que mi madre escapase de una casa del campo donde mi padre la había llevado para pasar el resto de sus vidas. Mi madre por alguna locura inexplicable – como si las locuras tuviesen explicación –  decidió huir con mi padre, un tipo mujeriego hasta los huesos, que vivía con sus padres en el campo, donde mi abuela le informó que debía cocinar y lavar la ropa de su esposo en una acequia, razón suficiente para que ella  huyera a la casona, donde siempre vivió, casona a la que ahora extraño. Fue la mejor decisión de su vida, se lo agradezco con toda el alma.
 Era una casa antigua que fue construida por mi abuelo. Ocupaba casi la mitad de la cuadra y se extendía hasta la calle paralela. La puerta era de madera, era una puerta inmensa  que  simulaba ser  un gran portal a otra dimensión.  Al entrar en la casa se observaba – a los costados –  dos grandes callejones, como dos brazos tratando de abrazar toda la edificación, que estaban adornados con un sinnúmero de macetas con todo tipo de flores, que yo me encargaba de cuidar – por ese tiempo creía que debía estudiar alguna carrera relacionada con la naturaleza – y que un día maté por rociarles una cantidad grosera de úrea, luego se tuvo que hacer una compra colosal para reemplazarlas. Ambos callejones terminaban con un baño, el de la derecha era público, allí podía entrar cualquier visitante y también el gato; y el de la izquierda, era privado por lo que la puerta no se encontraba a la vista, sino en otro extremo de la casa. Yo usaba el público.

Luego continuaba un extenso callejón de tamaño similar al largo de casa que terminaba en una gran habitación, con una puerta del tamaño de la principal y con espacio similar a una casa de las ordinarias. Le llamábamos “La bodega” – no era la única pero si la más accesible – y era  allí donde se  guardaban la camioneta, el jeep y las dos motos que por ese tiempo teníamos. En épocas de cosecha, también se apilaban los sacos con arroz. Lo peculiar de esa bodega – una gran cornucopia – era la parte derecha, una zona movediza  que escondía uno de los  sarcófagos de la cultura moche, de donde esporádicamente brotaba algún objeto de oro que algunos de los trabajadores – frecuentemente acudía gente para su limpieza – hurtaba. Tuve también la locura de convertirme en arqueólogo para descubrir aquel entierro y volverme famoso. Ahora entiendo que quizá estoy condenado al gusto por  la naturaleza, la cultura, la literatura, la filantropía y otras cosas que matan de hambre a quienes la practican. Acepto esa condena por que me permite vivir feliz y lejos de tanta cháchara mediocre y cínica.
Era también en esa bodega donde estaban las grandes jaulas que mi abuela mando a construir y donde vivían los pericos y palomas australianos, los tordos y los ruiseñores. Libres y con permiso para transitar por toda la bodega y el callejón que lleva a ella se encontraban las perdices, garzas, palomas de campo, el tordo, la gaviota  y el gato. Un caso especial era el de Josecito Juicio – el chisco – que tenía potestad para trasladarse por toda la casa sin restricciones, era la mascota de la familia, desde que nací hasta que todo acabó: El día de la gran catástrofe. También era en aquella bodega, en un rincón, donde se almacenaban las prendas y periódicos viejos. No sé para qué, pero estaban allí, estuvieron siempre desde que nací hasta el día que tome un fósforo y prendí uno de aquellos periódicos viejos y el fuego consumió todo. Conocí el poder del fuego, poder que admiro y trato de obtener para hacer cenizas todo lo que a la vista me parece grosero, repugnante. Llegado a este punto, pienso en retractarme en lo dicho sobre el tamaño de aquella bodega, debió ser más grande, debió tener más espacio ya que era ése el amplio lugar donde jugaba con mis amigos de infancia.
En el callejón de entre la bodega y los callejones de la entrada se organizaban, comenzando en la derecha y en la entrada principal: La oficina, donde mis tíos pagaban cada sábado las jornadas a las personas que trabajaban en el campo. Cada sábado la entrada se llenaba de gente que acudía a cobrar y usaban el baño público. Yo regresaba como a las seis de la tarde después de visitar a mi padre y con algunas golosinas, considérese “algunas” como una expresión que indica grandes cantidades. Luego continuaba la habitación de mi tío – el único que vivía en aquella casona – donde frecuentemente me sentaba a ver televisión cuando mi madre me lo impedía y donde había una colección de escopetas que mi tío usaba para matar a los gavilanes que aterrizan en  la antena roja – peculiar antena que tenían su base en la base de la casa y terminaba un piso más arriba del tercer piso, la parte más alta de la casa –  para observar meticulosamente y luego raptar alguna de las aves que caminaba suelta por la casa. Nunca se robaron ningún ave, la empresa terminaba cuando mi tío los mataba de un tiro.
Luego continuaba una habitación doble donde nunca pude ingresar, en los quince años que viví en aquella casa, por que vivía una hija de mi abuelo de un compromiso extramatrimonial  con un hijo. Recuerdo que las discusiones eran frecuentes entre ellos y mis tíos. La relación era tenebrosa y hubiese continuado de no haber ocurrido la gran catástrofe. Terminando el recorrido estaba la cocina, que era una cocina ordinaria donde como cualquiera a mi edad destroza una licuadora en funcionamiento por introducir un cuchillo y donde se quiebra cualquier otra cosa.
De regreso y frente a la cocina se encontraba el comedor, que era una edificación moderna y donde se levantaban los tres pisos que tenía la casa. Era el comedor un lugar acogedor porque aparte de servir para comer me servía para tirarme en el piso – debajo de la gran mesa que tenía en el centro – o en el sofá para reflexionar y disfrutar de la soledad. Era allí donde me encerraba a realizar mis tareas y donde me revolcaba excitado cada vez que mi mente paría una gran idea. Era allí donde conversaba con Josecito. Era un lugar que por las tardes quedaba deshabitado – no el único, pero el que más disfrutaba – y en el que era feliz. Descubrí que estaba condenado a disfrutar de la soledad y también que era más placentero dialogar con un ave que con un humano.
El comedor merece una atención especial porque era uno de los lugares por donde se podía ingresar al laberinto que tenía la casa, al que no pude entrar sino hasta los diez años y es también allí donde estaba la puerta hacia el mundo subterráneo, una extensión de la casa, una casa paralela debajo de nuestra casa que también era nuestra. Un lugar al que nunca pude entrar porque no me lo permitieron. Un lugar que tenía por entrada una inmensa capa del piso que no se abría sino con la fuerza de seis hombres, cuyas habitaciones estaban pintadas de blanco y tenían por puertas unos grandes círculos – gran ingenio de mi abuelo – que permitían pasar a las habitaciones consecutivas que terminaban en un gran pozo natural de donde brotaban aguas freáticas. Es allí también – en el gran pozo – donde mi abuelo dejo caer algunos relojes de oro – no voluntariamente – y donde los trabajadores trataban de ingresar para rescatarlos para sí, pero por cuestiones de seguridad mi familia nunca lo permitió. Espero vivir un poco más para volver a revolcarme por el piso de aquel comedor y poder ingresar – y mandar al carajo a la persona que me lo impida – a la casa subterránea.
Continuando el recorrido estaban las alcobas –  no sus puertas, sólo las ventanas: La de mi madre, la  mía –  lo fue después de la muerte de mi abuelo que ocurrió cuando yo tenía cuatro años – y la de mi abuela. Por último se encontraba la sala de visitas, otro lugar donde me revolcaba, detrás del mueble más grande, para huir de la humanidad y donde nadie podía verme, aun estando allí. Cada habitación tenía sus peculiaridades, pero en general todas tenían el piso de madera, rociada por mi abuelo con aceite en la época de la leyenda, los techos formados con grandes trocos de madera y la altura de las habitaciones era de aproximadamente tres metros o un poco más. Lo peculiar de la sala radicaba en el hecho que era la entrada al baño privado y al pasadizo que llevaba a todas las habitaciones y era además el lugar donde alguien caminaba noche tras noche. Era un hombre con botas que se paseaba  como pensando y al que nadie salía a ver porque a nadie le agrada visitar a los muertos, sólo a mí que un día salí a su encuentro pero él continuó caminando, inmutable  y yo jamás pude verlo. Temblé y fui a dormir a la habitación de mi madre. Era también la sala el lugar donde mi abuela mantenía las largas charlas con sus comadres sobre los chismes rutinarios.
El pasadizo que llevaba a las habitaciones terminaba en un gran portal de la altura de las habitaciones y del ancho del pasadizo que era el segundo lugar por donde se podía ingresar al laberinto de la casa. Lo peculiar en mi habitación eran dos huecos: Uno estaba en el lado izquierdo y al final de la habitación, separado por tablas de cedro donde colocaba todos los libros que compraba y donde habían quedado los libros antiguos de mi abuelo que en la mayoría de ocasiones – por no decir todas – me sirvieron para realizar mis tareas. El otro hueco estaba al lado derecho, a la mitad de la pared, donde colocaba las estampas de santos que mi abuela me regalaba cada año. Antes de ello ya se encontraba con una gran cantidad santos de yeso, fierro y con múltiples estampas. Podría alegar que tenía una réplica de cada santo existente y por existir.  En una esquina hallábase una réplica del Señor de los Milagros en un anda que año tras año sacábamos para su encuentro con el de la ciudad. Y en el centro, en la parte delantera de la habitación y debajo de la gigante ventana – por donde huía cuando mi madre pretendía castigarme – estaba un cráneo humano que obtuve no sé cómo y que destrozaba mi habitación cuando olvidaba prenderle una vela. Han pasado varios años y varias velas no han sido prendidas, de mi habitación apenas debe quedar escombros.
La bodega tenía una puerta que daba al corral. El corral era como una pequeña chacra separada por javas donde vivían las aves que yo y mi abuela criábamos. En el centro del corral – en la época de la leyenda – hubo alguna vez una extensión del pozo subterráneo, donde cada jueves santo una persona moría ahogada, por lo que tuvo que ser clausurado. Probablemente esas personas se robaban los relojes de mi abuelo como recompensa. Me hubiese agradado nacer en la época de la leyenda, me hubiese agradado ver todo lo que contaban mis tíos y mi madre. Me hubiese agradado nacer en un mundo épico y no en este lleno de estupidez y cinismo.
El corral  fue para mí el lugar donde habitaban los pavos, patos, gallinas y las palomas. También era uno de los lugares donde podía pasar largas horas platicando con alguna gallina o pato – no con los pavos, ellos siempre me han odiado, ni con las palomas que sólo vivían enamorándose – sobre la vida y lo ridícula que me parecía. El corral es también especial  porque es allí donde proclamaba mis  grandes discursos de infancia y los animales me escuchaban sin queja, me halagaban con sus cantos y me entregan una eterna felicidad.  Descubrí que era más placentero y productivo charlar con la gallina ceniza o con Mashaypho – el gato del casi me estaba olvidando – que con un humano. En cierta medida una gallina o un gato son superiores a un humano. La gallina cacarea, pone huevos y empolla, cumple con su rol de gallina y eso la hace admirable y digna de respeto. El humano nace, cacarea, introduce o recibe los huevos y empolla; no cumple su rol de humano se comporta como una gallina, eso lo  hace repugnante. De allí mi amor a la soledad y a las charlas con los animales.
El corral tenía tres puertas. Una era la entrada a la segunda bodega de la casa, un poco más pequeña que la anterior, donde se guardaban herramientas, objetos de chacra y algún lagarto. La otra que era la tercera y última entrada al gran laberinto de la casa. Gracias a las tres entradas al laberinto era placentero jugar a las escondidas en aquella casa admirada. Y la tercera puerta, era la de una habitación pequeña, donde se guardaban las cosas de lavandería que la señora Chonate usaba cada jueves.
El centro del laberinto era un jardín donde alguna vez sembré ajíes que convivían con las plantas decorativas que mandó a sembrar mi abuela. En ese lugar también hallábase la entrada a las escaleras que llevaban a los pisos superiores. El segundo piso era una mini casa deshabitada, que alguna vez fue habitada por una de mis tías. En la época de la que tengo recuerdo se utilizaba para guardar objetos antiguos que cada día – en los quince años que debí vivir – iba descubriendo, entre ellos se encontraban algunos santos, libros, licores, juegos, un televisor gigante y una radiola llena de discos gigantes que yo hurtaba y lanzaba desde el tercer piso, quizá con la esperanza de que irían directo a despedazar a todos individuos que insultaban a la humanidad con su presencia. No sé si conseguí tal propósito, pero recuerdo haber sido feliz.
Los pisos superiores de la casa estaban prácticamente deshabitados, lo cual los hacía atractivos para mí. El tercer y último piso fue un lugar especial en mi adolescencia. Era un amplio espacio – al aire libre – que tenía dos ventanas hacia los costados y de las cuales se podía observar toda la ciudad. A los otros  costados había tres habitaciones.  Dos a la izquierda donde mi tío guardaba objetos de chacra y una a la derecha, donde había más objetos antiguos, pero más atractivos: Licores, libros de magia e ingredientes para utilizarlos. Fue allí – en el tercer piso – donde empecé mis primeros experimentos con hechizos, lectura de cartas, quiromancia, no vi nada a través de la bola de cristal y procure algún viaje astral que sólo funcionó una vez y gracias al cual pude recorrer la ciudad hasta que un puto zancudo me picó y me retorno al cuerpo, esta cárcel que detesto porque me hace humano. Fue el tercer piso el lugar que rocié con sangre de gallinazo para convertirlo en lugar sagrado, propicio para el estudio y los soliloquios. Aquel piso también se convirtió en el Olimpo, donde jugaba a ser dios y desde donde decidía el destino de la humanidad. Era el lugar desde donde controlaba los vientos, desde donde decidía el clima y los terremotos y desde donde pude alguna vez, en un ataque de ira, acabar con el planeta para volverlo a construir. Pero ya me había descubierto haragán, por lo que desistí en la empresa.  En ese lugar era todopoderoso, era feliz y dejaba de ser adolescente para convertirme en un anciano con un báculo – un trozo de árbol en forma de serpiente que obtuve en alguno de los viajes al campo – que es uno de los sueños que tuve y aún tengo. Aun siendo niño, he querido ser ya un anciano, me resulta más atractivo e inteligente y siento que ahora lo he conseguido: Soy un anciano encerrado en un cuerpo joven. ¡Maldito cuerpo!
Es también el tercer piso el lugar donde alguna vez quise darme una oportunidad para ser adolescente. Cogí los instrumentos de gimnasia de mi tío para procurarme un cuerpo atlético, como el que persiguen mis coetáneos, y  lo estaba consiguiendo pero decidí fracasar. Mi gusto por la ancianidad siempre fue mayor.
Sobre el tercer piso había una casa a medio construir donde no era posible llegar a no ser que se use la antena colosal. Era una empresa peligrosa pero decidí comenzarla el día que tuve que enterrar a Josecito Juicio después que mi hermano hizo puré su cabeza. Recuerdo que le coloqué mi crucifijo de plata en el cuello – aguardando la esperanza de la piedad de Dios, la esperanza de que  se lo lleve al cielo – y lo metí en una caja de madera que mandé a construir. Cada día lo visitaba y oraba frente a su sarcófago. Espero que esté esperándome en algún lugar para continuar con nuestra magnifica amistad. Fue también el tercer piso, el lugar de donde un gavilán se robó a Josecito mientras me acompañaba con el repaso de una lección de historia que continuaría con un soliloquio pero terminó con un gran llanto, uno de los pocos que tuve.
El último lugar de la casa era una extensión de las escaleras que lleva a dos lugares que terminaban en la nada. Y donde fácilmente se podría morir. Un desfile de la humanidad, de los habitantes de mi tribu en particular, por aquella extensión seria genial.
Ésa es la casa que añoro, es  una casa tenaz que logro supervivir a un terremoto y dos diluvios que acabaron con la ciudad – por eso la admiro –  y es la casa a donde pienso regresar pronto para disfrutar de la soledad y la magia, donde quiero regresar para que me proteja de todas las catástrofes, de la humanidad. Es la casa  donde quiero regresar pronto para morir, donde quiero ser enterrado y donde quiero volver a nacer.


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