Ha pasado cerca de un año desde que empecé a formar parte de la tribu número 23 del “Great Place to Work” y ahora soy una persona menos libre pero que entiende mejor los atropellos del que son parte los humanos – los aspirantes a ser cada vez mejores, aquellos humanoides que aguardan el sueño de conseguir algún éxito – desde que se les entrega “el collar” que los convertirá en perros, perros fieles a pesar del ambiente incierto y autoritario que es propicio para cometer todo tipo de violaciones. Cristiano Camaleón se encontraba sentado, observando el jardín – donde los tordos, unas aves que lo habían acompañado en la infancia, comían algunos gusanos que le hacían recordar a los cabecillas de la tribu – analizando su situación actual y redefiniendo el motivo por el cual el destino – juguetón e inteligente – lo había tirado allí, en esa tribu que ahora detestaba.
Una mañana mientras leía e imaginaba historias, su madre le dijo que debía dedicarse a otra cosa más, algo diferente. ¿Otra cosa diferente? ¿Qué podría ser aquello? Su madre se refería al trabajo, esa palabra asociada a lo penoso y aburrido, tal y como se lo habían enseñado en el colegio. Sentado y queriendo que los tordos se tragasen también a los cabecillas – esos humanos malhechos, que como consecuencia de su imperfección grosera tomaban decisiones que hacían a la tribu más imperfecta que ellos – Cristiano Camaleón pensaba en el momento crucial en el que todo empezó.
Como cada domingo compré un diario, de los que se hacen llamar serios, para entretenerme con las historias cómicas que lo adornaban, para leer en esas hojas impresas donde se narraban de manera seria los sucesos de la semana, que por ser narrados de manera seria no dejaban de ser una comedia, solo eran una comedia con estilo. En una de las secciones se hablaba de oportunidades de trabajo – oportunidades para aburrirse la vida, pensé y también recordé a mi madre – y empecé a leerla. Observé a dos chicas con cosas extrañas en la cabeza y mostrando los dientes, se me vino a la mente la lengua dibujada en el exterior de mi taza de desayuno y asocié a la lengua del perrito y a los dientes como símbolo de felicidad.
Después de haber llenado sus datos en la web, Cristiano recibió una llamada invitándolo a una entrevista, a la que asistió vestido con un atuendo negro, repugnante que causaba un calor e incomodidad extrema. A la entrevista acudió un cúmulo de personas, se permitieron dejarlos esperando un tiempo considerable antes de llamarlos para resolver una hoja llena de preguntas sencillas. La hoja que le entregaron tenía innumerables nombres, manchas y respuestas de otras personas. Estaba claro que otros habían estado allí y que las hojas habían pasado por millones de manos que suponían millones de microbios que en ese momento Cristiano podría estar acogiendo en su cuerpo, cuerpo tan débil como el de un caracol. Después llegó el momento crucial, el de la entrevista. Dividieron grupos y los destinaron a diversos ambientes. A Cristiano le toco un grupo compuesto de diez personas y dirigidas por un psicólogo joven y jovial.
Me encontraba sentado, en la parte izquierda de la mesa, pensando en la agudeza de las preguntas que me plantearían, quizá serían tan severas como las que yo formulaba en el colegio para joderle la vida a algún compañero o de repente serían más compasivas. Todos comenzaron su discurso y las preguntas eran siempre las mismas ¿Cuáles son tus metas en la vida? Y ¿Qué harías si te contratamos en este lugar? Las respuesta fueron múltiples y yo trataba de resumirlas para procurar una respuesta parecida. El resumen perfecto era: “Yo soy multiusos”, reflexionaba en lo correcto de decir aquella frase, y deduje que no lo era porque yo no soy multiusos, soy más bien un haragán y no me agrada que me usen en grado alguno. La realidad de los que me rodeaban no era la mía y no sabía que decir.
Cristiano no entendía como podía haber personas que cayesen en lo bajo de pedir ser usadas, probablemente aquella desesperación se debía a alguna realidad desconocida. El ambiente en el que se encontraban era amplio y de vez en cuando el psicólogo jovial tomaba notas, mirando las caras a sus entrevistados como queriendo ver más allá que lo decían sus bocas.
El grupo de Cristiano fue uno de los últimos. Pensaron que por ser el último de los grupos serían los que pronto se irían despechados pero por el contrario, les informaron que habían resultado elegidos y que se les llamaría luego para comenzar con la capacitación. Todos salieron felices y a Camaleón parecía no importarle nada de lo sucedido, solo quería llegar a su casa a comer y dormir. En el camino se encontró a algunos de los que estuvieron en el grupo de las entrevistas y continuaron la salida del territorio de la tribu hablando sobre la presidencia y sobre viajes al extranjero y una chica argentina.
La segunda llamada para comenzar con la capacitación me llego después de un mes de ocurrida la entrevista. La primera la evadí porque sopesé el dormir y el ir y decidí que dormir era más placentero.
Una mañana mientras leía e imaginaba historias, su madre le dijo que debía dedicarse a otra cosa más, algo diferente. ¿Otra cosa diferente? ¿Qué podría ser aquello? Su madre se refería al trabajo, esa palabra asociada a lo penoso y aburrido, tal y como se lo habían enseñado en el colegio. Sentado y queriendo que los tordos se tragasen también a los cabecillas – esos humanos malhechos, que como consecuencia de su imperfección grosera tomaban decisiones que hacían a la tribu más imperfecta que ellos – Cristiano Camaleón pensaba en el momento crucial en el que todo empezó.
Como cada domingo compré un diario, de los que se hacen llamar serios, para entretenerme con las historias cómicas que lo adornaban, para leer en esas hojas impresas donde se narraban de manera seria los sucesos de la semana, que por ser narrados de manera seria no dejaban de ser una comedia, solo eran una comedia con estilo. En una de las secciones se hablaba de oportunidades de trabajo – oportunidades para aburrirse la vida, pensé y también recordé a mi madre – y empecé a leerla. Observé a dos chicas con cosas extrañas en la cabeza y mostrando los dientes, se me vino a la mente la lengua dibujada en el exterior de mi taza de desayuno y asocié a la lengua del perrito y a los dientes como símbolo de felicidad.
Después de haber llenado sus datos en la web, Cristiano recibió una llamada invitándolo a una entrevista, a la que asistió vestido con un atuendo negro, repugnante que causaba un calor e incomodidad extrema. A la entrevista acudió un cúmulo de personas, se permitieron dejarlos esperando un tiempo considerable antes de llamarlos para resolver una hoja llena de preguntas sencillas. La hoja que le entregaron tenía innumerables nombres, manchas y respuestas de otras personas. Estaba claro que otros habían estado allí y que las hojas habían pasado por millones de manos que suponían millones de microbios que en ese momento Cristiano podría estar acogiendo en su cuerpo, cuerpo tan débil como el de un caracol. Después llegó el momento crucial, el de la entrevista. Dividieron grupos y los destinaron a diversos ambientes. A Cristiano le toco un grupo compuesto de diez personas y dirigidas por un psicólogo joven y jovial.
Me encontraba sentado, en la parte izquierda de la mesa, pensando en la agudeza de las preguntas que me plantearían, quizá serían tan severas como las que yo formulaba en el colegio para joderle la vida a algún compañero o de repente serían más compasivas. Todos comenzaron su discurso y las preguntas eran siempre las mismas ¿Cuáles son tus metas en la vida? Y ¿Qué harías si te contratamos en este lugar? Las respuesta fueron múltiples y yo trataba de resumirlas para procurar una respuesta parecida. El resumen perfecto era: “Yo soy multiusos”, reflexionaba en lo correcto de decir aquella frase, y deduje que no lo era porque yo no soy multiusos, soy más bien un haragán y no me agrada que me usen en grado alguno. La realidad de los que me rodeaban no era la mía y no sabía que decir.
Cristiano no entendía como podía haber personas que cayesen en lo bajo de pedir ser usadas, probablemente aquella desesperación se debía a alguna realidad desconocida. El ambiente en el que se encontraban era amplio y de vez en cuando el psicólogo jovial tomaba notas, mirando las caras a sus entrevistados como queriendo ver más allá que lo decían sus bocas.
- Cristiano Camaleón – interrumpió sus pensamientos, el psicólogo – su respuesta
- Mi meta en la vida es ser presidente de mi tribu y si trabajase en este lugar me encargaría de mostrarles lo incorrecto para que lo corrijan. No me convence ese discurso ridículo, en el que dicen que se debe mostrar un error acompañado de una solución, sólo lo haría si me pagan para ello, de lo contrario que las soluciones las planteen la gente que es pagada para realizar ese trabajo, mostrarles los errores es ya un acto de piedad bastante loable – respondió con el sabor de no saber lo que había dicho y con las miradas penetrantes y acusadoras de quienes rodeaban la mesa.
El grupo de Cristiano fue uno de los últimos. Pensaron que por ser el último de los grupos serían los que pronto se irían despechados pero por el contrario, les informaron que habían resultado elegidos y que se les llamaría luego para comenzar con la capacitación. Todos salieron felices y a Camaleón parecía no importarle nada de lo sucedido, solo quería llegar a su casa a comer y dormir. En el camino se encontró a algunos de los que estuvieron en el grupo de las entrevistas y continuaron la salida del territorio de la tribu hablando sobre la presidencia y sobre viajes al extranjero y una chica argentina.
La segunda llamada para comenzar con la capacitación me llego después de un mes de ocurrida la entrevista. La primera la evadí porque sopesé el dormir y el ir y decidí que dormir era más placentero.
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