Esa cara no me agrada, pero definitivamente soy yo |
He pasado gran parte de mi vida
predicando que lo que único importante y que lo ideal para vivir feliz en este
mundo, en este país que es el único que conozco y a medias, es olvidarnos de
todo lo irrelevante, de la torpeza de los conductores de televisión, de las
matanzas rutinarias que nos explican cuando despertamos temprano y prendemos el
televisor, de las personas que sólo pierden el tiempo odiándonos o persiguiéndonos
para conseguir algún beneficio personal o sexual; es ponernos a dormir.
El dormir siempre suele ser mejor
que todas esas cosas, el dormir nos permite pensar en nosotros mismos, nos
permite pensar en el insecto que camina por el techo blanco sin saber qué
hacer, y también nos permite reflexionar sobre lo que debemos hacer con nuestras
vidas, si la única vida que conocemos, en nuestra familia, en la televisión, en
la universidad y en nuestro círculo de amigos; es una vida que sólo nos va a permitir
ser un pedazo de mierda en todo ese conjunto que se forma día a día, cuando
nuestros compatriotas fecundan hijos como si fuesen cuyes o cuando nuestros
compatriotas o vecinos cercanos se dedican a asistir a eventos miserables/ridículos
de personas que quieren ser famosas mostrando los genitales o saliendo a pasear
con hombres voluminosos/grasosos llenos del dinero que les obsequiamos después de
largas semanas de trabajo duro al prender el televisor o al asistir a esos
espectáculos donde se burlan de la condición miserables de los espectadores, de
nosotros.
La vida que conozco es está. No
odio la vida de los demás, no me interesa el modo como cada uno despilfarra el
dinero o no me interesa como cada uno elige el mejor modo divertirse y llegar a
viejo como sus antepasados, jodidos y
creyendo que los que vienen después podrán arreglar lo que ellos no están
dispuestos a hacer. Tampoco pienso que este sea un país jodido y sin solución,
porque todo tiene solución, lo único que se debe hacer es escribir una novela y
arreglar todo lo que no nos agrada, de ese modo podemos tener el paraíso que
soñamos. Esa es la razón por la que he elegido dormir y por la que seguiré
durmiendo durante algún tiempo, pienso que es mejor escribir y visionar lo que
quiero para mi país en el techo de mi alcoba, con el olor a bebé que mi madre
deja impregnada en las sábanas y almohadas cada vez que las lava. En el techo
de mi habitación puedo observar la vida de un insecto que cada noche camina de
un lado a otro buscando quizá el mejor camino de salir de dicha pared blanca
que puede parecerle el universo infinito que nosotros nunca lograremos entender
ni conocer. La vida de ese insecto, me resulta curiosa, me resulta interesante,
tal como lo eran la vida de las gallinas de la casa de mi hermano mayor en la
época en la que decidí irme de mi casa porque ya no soportaba que me
contralasen demasiado.
Esa época de autoexilio fue una
de las épocas en las que todo lo que mis
padres y abuela formaron en mí se derrumbó y se convirtió en la vida que ellos
nunca quisieron para un miembro de su familia. En la época del autoexilio
olvidé que lo principal en las visitas o reuniones era el saludo a los mayores,
también olvidé que debía peinarme y planchar la ropa para verme agradable ante
los ojos de los demás. Mi madre y mi abuela me enseñaron a usar los polos y las
camisas dentro del pantalón, a tener los zapatos limpios y decir las cosas de
un modo cortés para evitar lacerar los sentimientos de las personas. La verdad
que me enseñaron era que no importaba si la gente entendía lo que hablaba o no,
lo importante era que como ser educado debía respetar a todos aquellos y ello
incluía respetar la chatura intelectual.
La vida en la casa de mi hermano
no fue la vida que tuve en la casa de infancia. Por aquel tiempo, mi abuela
cayó muy enferma, y nunca supe cuál fue la causa de la enfermedad, ella me
enseñó que siempre debía visitar a las personas allegadas, pero esa fue una de
las costumbres que perdí por aquel entonces. Mientras mi abuela agonizaba en
una clínica y la llevaban de Lima a Ferreñafe para tratamientos con el fin de
salvarle la vida, yo permanecía exiliado, en la casa de mi hermano mayor. Yo pensaba que la vida de todas las familias
era la misma, yo creía que todas las madres se levantaban a seis de la mañana a
recoger la leche fresca que la señora traía de la chacra, pensaba también que
todos los niños como yo y que tenían a
cargo a un gato, despertaban temprano a darle de comer a ellos y a las otras
aves que adornaba la casona antigua donde vivía, pensaba muchas cosas pero todo
ese cambio me mostró que la vida no era el paraíso en el que había vivido toda
mi vida. En la casa de mi hermano aprendí que no todos pueden tener muchos
juguetes a pilas, que no todos pueden salir los fines de semana al supermercado
y comprar todo lo que se les antoje, descubrí que todos los hijos y nietos
tienen lo necesario para comer.
La idea de escapar de casa, era
producto de la rebeldía de la adolescencia, era una búsqueda de la libertad que
no tenía en casa, era simplemente el rechazo a que mis padres se opusieran a
que saliese con un amigo con el compartíamos aficiones colosales como formar un
programa de radio, practicar hechicería, pasarnos toda la noche platicando
sobre magia y haciendo conjuros. La huida de mi casa se debía a que nunca
estaba en casa, siempre estuve en la calle buscando mis sueños, pensando que el
colegio y lo que tendría por delante no podría ser bueno si no salía a caminar
en busca de aquello para lo que había nacido. Fue así como a diario, después de
la hora de la leche y con el desayuno a medio terminar, salía a caminar por
todo Ferreñafe buscando auspiciadores para formar un programa de radio donde yo
y mi amigo pudiésemos hablar de lo que quisiésemos, eran también las salidas a
Chiclayo en busca de objetos de hechicería para probar sencillamente si esas cosas
de las tanto hablaban en la ciudad y en la creía y malgastaba el dinero mi
abuela eran ciertas. Nunca pude completar esos sueños porque siempre estuvieron
mis padres o mi abuela o las otras abuelas pensado que nada bueno se podía
sacar escapándonos días enteros de la casa, donde en el mejor de los casos sólo
se podía leer cosas que probablemente eran meras suposiciones de realidades que
no eran las nuestras.
Las salidas con instintos locos también las usábamos para ir a recorrer los kilómetros
de kilómetros que separaban un distrito de otro, la ciudad del campo, corríamos
para demostrarnos que éramos jóvenes y que si podíamos llegar a un destino
lejano también podríamos conseguir aquellas programaciones que redactábamos en
las noches acompañados de José, el chisco, que dormía en uno de los asientos
picoteando la cabeza de mi buen amigo Anderson. Todo acabó, mi amigo fue alejado
de mí en un pacto de abuelas, y ya era hora de irme de la casa, quería libertad,
era hora de decirle al mundo que si ellos tienen sus ideas, yo también tenía
las mías y lo primero que se me presentó en ese momento fue la casa del hermano
mayor al que acababa de conocer.
Me alojaron en una habitación
deshabitada que tenía una ventana que daba al corral donde criaban a las vacas,
las gallinas y otros animales. En ese lugar me sentí incómodo, porque la idea
era conocer otro mundo, la idea era salir y conocer el mundo de ese hermano que
por ser mayor debía ser más inteligente que yo y que quizá podría mostrarme el
camino para conseguir aquello que no pude conseguir sólo, pero desde que salí
de mi casa todo fue un lista de decepciones que nunca terminaron de sorprenderme.
Mi hermano prometió salir
conmigo, apoyarme en lo que fuese necesario y mi padre aprobó la decisión y se
apresuró en hacer el traslado. Los dos primeros días fueron buenos, comí más o
menos bien, mi hermano conversaba conmigo sobre estupideces, veía estupideces
en la televisión, sus primas me llegaban a visitar y dibujaban una expresión tal como los indígenas se asombrarían de los
conquistadores. Todo era un espectáculo de pacotilla y tuve ganas de mandar al
carajo a todo el mundo, pero ya no era mi casa, ya no estaba mi abuela, ni mi
habitación, ni todos mis libros. Toleré algunos días, luego las comidas se
tornaron feas, mi hermano empezó a salir en las noches con sus amigos a tomar y
regresaba a medianoche borracho a acostarse, pidiendo que lo no lo molestasen. Mi
padre me compró una bicicleta para movilizarme, a mi otro hermano le compró una
moto. Ese fue el momento crucial en el que comprendí que mi padre amaba a todos
sus hijos pero siempre a amaba más a los otros que a mí.
La salida de casa no fue como la
esperé, luego mi madre decidió ir a vivir a Lima, porque ella también tiene el espíritu
loco de hacer lo que mejor le parezca. Creo que esa manía por la libertad la
heredé de ella. Me quedé sin madre, sin padre, sin hermano, y sólo me conformé
hablando con la gallina que se ponía a la ventana todas las mañanas a tocarme
unas hermosas melodías después de poner algunos huevos que luego las vacas
pisaban a su salida al campo o que los primos de hermano tiraban contra las
paredes del mismo modo como me hubiese
agradado tirarle huevos el día que Ollanta juró como presidente en nombre de la
constitución del 73. Esa siempre ha sido
mi vida, los únicos que han estado conmigo en los momentos de soledad han sido
las gallinas en la casa de hermano mayor y los patos en la casona antigua donde
viví toda mi infancia. Con ellos
componía canciones, filosofaba, trataba de aprender el lenguaje de las gallinas
y de los patos, lloraba con ellos. Cuando mi hermano prometía salir conmigo y luego
prefería ir con algún amigo a tomar para luego fornicar ante mis ojos, me iba
al corral a llorar y a cantar y pensar en el mejor modo de suicidarme. Nunca era
una buena opción ir a buscar a mi padre, porque él siempre estaba ocupado con
alguna mujer que le permitiese eyacular en esa noche. Mi madre estaba lejos,
tratando de hacer la vida libre que siempre quiso, no sabía dónde vivía ella,
lo único que me quedaba era el recuerdo de la abuela enferma.
Me robaron algunas cosas en la
casa de la esquina de las tres marías en Ferreñafe y se lo conté mi padre. El decidió que debía salir de casa
de mi hermano porque no podía seguir viviendo con una familia que no era la mía
y que tenga esas costumbres que yo nunca conocí. Yo no quería volver a casa, mi abuela seguía
en el hospital, la casona antigua, tan grande como una mansión, estaba vacía, y
decidí mudarme a casa de una tía.
Toda esa época fuera de casa, con
mi mamá lejos, con mi abuela enferma, con mi hermano mayor pensando en
emborracharse, y con mi padre persiguiendo mujeres, fueron épocas de mucha
tristeza. Siempre he tenido aspecto
triste, pero en esos momentos la tristeza fue superior, lloraba con los animales,
les contaba mis problemas, les prometía que cuando sea presidente la vida sería
distinta y que ellos siempre estarían conmigo. Ellos, los patos en la casona
antigua, las gallinas en la casa de mi hermano, y las palomas en la casa de mi
tía, nunca se rehusaron a escucharme, siempre estuvieron conmigo, me
acompañaron en las lecturas del “El código da Vinci”, “El mundo de Sofía”, “La
ciudad y los perros”, “Un mundo para Julius”, “El caballero Carmelo” y otras
obras y cuentos inconclusos que por ahora no recuerdo. Eran épocas difíciles porque
además de encontrarme extremadamente sólo, nadie, excepto mi madre que estaba
lejos y mi abuela que estaba enferma y
que no podía visitarme, recordaban mi cumpleaños. Mis cumpleaños fueron
tristes, despertaba temprano y miraba mi
cama a ver si encontraba alguno de los tantos regalos que encontraba de niño en
la casa antigua, iba a visitar a mi padre y
me ponía a dibujar círculos en el suelo de polvo para ver si me daba
siquiera un abrazo o un chocolate, iba a la tumba de mi abuelo, muerto cuando
yo tenía cuatro años, y limpiaba su tumba y le preguntaba ¿Por qué la vida
nunca es como se piensa? ¿Por qué cuando uno busca una vida mejor siempre
encuentra una vida más miserable, peor que la que nos ha tocado vivir? Esos días
regresaba a la casona antigua, abría la puerta pero no había nadie, sólo estaba
el gato solitario al que alimentaba a diario, no sé qué comía; la cocina lucía
vacía y en piso encontré el cadáver de mi último chisco que murió después que
me largué. Subí al tercer piso y allí encontré en báculo y mis libros y mi sillón
desde donde se supone debía gobernar el mundo. Nada era igual, todo era un
desierto.
Ya con el vicio de las
borracheras semanales, con mi hermano, con sus amigos y con las perversiones
sexuales con las que se terminaba todo, mi vida se tornó caótica. Tuve problemas
con mis tíos, olvidaba llegar a casa a dormir, llegaba tarde a la universidad,
pero gracias a un poco de astucia pude aprobar los dos ciclos sin
contratiempos. Conocí a mi otro hermano, decidí trabajar con uno de mis padrinos y me di cuenta que yo
no había nacido para trabajar, finalmente me pagaban por ir a comer todo tipo
de frutas que habían en la chacra.
Los días transcurrían, cada uno
hacía su vida y la vida era una mierda, la vida, mi mundo era la
personificación del Perú y mi casa de infancia estaba desolada, triste, sin
aves y mi abuela enferma. Unos días antes de la muerte abuela, ella tuvo una leve mejora y solicitó verme. Debí ir a la
clínica a visitarla y a recogerla para regresar a casa, para que en el mejor de
los casos todo vuelva a ser como antes. Pero aquel día no fui, aquel día me
emborrache, y me preocupe por algunos deseos lujuriosos. Al día siguiente, con
la cabeza gacha decidí ir a visitar a mi abuela a la casona antigua pero sólo
encontré un féretro y mucha gente sentada alrededor. ¿Dónde está mi abuela? La vi,
en un cajón, hermosa, con uno de sus trajes favoritos, sonriendo. Lloré y lloro
hasta ahora. Era mi abuela, la mejor abuela que el mundo pudo conocer, ella era
quien cortaba la carne y la fruta para que yo la comiera, ella era quien me
daba los permisos cuando mi madre me los negaba, era ella con quien iba cada
cinco de agosto a Motupe a visitar a la cruz, ella por ella que el Señor de los
milagros en procesión se detenía en la casa para que le entreguen un ramo de
flores. Ella fue todo para mí, la amaba, me dolió mucho aquella caída que tuvo
alguna vez en la casa, cuando yo era aún pequeño, y corrí a levantarla, con ella pasaba las
tardes cuando todos salían y ella se quedaba sola sentada en la sala, en un
sillón, abandonada. Era la abuela más querida y ahora estaba muerta y nunca le
dije: “Abuela Te amo”, nunca pude decirlo, y a pesar que lo grité y que corrí por
toda la casa buscando explicaciones no las encontraba.
Todos me decían que ella quería
hablarme, que lo único que pedía un día anterior a ese día fatal, era verme y
darme un abrazo. Todos me dejaron su recado: “Quiere que termines tu carrera y seas ingeniero”. Ella quería verte
graduado, no quería morir antes, ella murió de pena por ti, porque te
fuiste. Y lloré y estuve frente al cajón
y en el entierro y después toda la casa
quedó vacía. Mis tíos me quisieron entregar todo lo que ella dejó para mí, pero
lo rechacé porque no lo merecía, no lo merecí en ese momento y no lo merezco
ahora, ni nunca.
Ese día mi madre estuvo allí, y
yo me fui. Era la una de la madrugada, me largué al lugar más lejano de la
ciudad y me puse a golpear un poste de luz y le gritaba a mi abuela que la
amaba tanto, pero ya era tarde, ella nunca me escucharía y es quizá ese es el
peor error que he cometido en la vida, no decir lo que siento en el momento
apropiado. Lloré en ese poste, lloro ahora y lo seguiré haciendo cada vez que
recuerde ese momento. Pero ya no hay solución, nunca hay marcha atrás.
Abuela, Te amo con el corazón,
lloro siempre que estoy solo, por ti, te recuerdo, quiero ir frente a tu tumba
y ponerte las rosas rojas que te agradan y si hay una razón para estar en ese
lugar de pacotilla, es porque tengo que cumplir esa promesa que te hice: “Terminaré la carrera y seré ingeniero” y
ningún cabrón podrá quitarme ese título. Y si tengo que hacer una revolución la
haré porque sé que estarás orgullosa de mí, aunque no puedas verme.
Excelente sinceramiento y desahogo total. Se nota en el fondo de la lectura y en la escritura desordenada pero interesante. Sólo corregir que la constitución es del 79 no del 73.
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