domingo, 22 de abril de 2012

Los hombres de mi vida: Ricardo


Soy la noche desvelada. Soy el estupor en el espejo. Soy un cadáver que respira ¿En qué momento morí sin darme cuenta?¿Cuándo por fin terminaré de morir? No debí nacer. (Escupirán sobre mi tumba de Jaime Bayly)
Ricardo tenía como 23 años cuando lo conocí, cuando conocí sus intenciones. Era un buen amigo de mi abuela, era pintor, electricista y otras profesiones más.  Se encargaba de arreglar las bodegas y limpiar las paredes de la casa cada vez que mi abuela  lo requería. Era un amigo de familia, desde la época en la que mi abuelo vivía. Lo recuerdo como un tipo alto, con espaldas anchas, bastante educado ante los incautos y sexualmente indeseable ante mí. Yo tendría unos cuatro años cuando mi abuelo murió. Y él quedó como un miembro más de la familia y fue, desde aquel momento, el más allegado a mi abuela, quien era la que gobernaba la casa de infancia. Llegaba a la casa cuando quería, platicaba, se jugaba con mi madre y con la señora Chonate, la lavandera;  jugábamos a los carnavales con las bombas de fumigar de mi abuelo, muchas veces me acompañaba al campo a ver a los animales que vivían en el molino, a la altura del segundo dren, camino a Pítipo. Ricardo me vio nacer, me cargó, me trataba bien, era mi amigo hasta los once años en que me confesó su mayor secreto:

Te he visto nacer, crecer, siempre me has gustado. Estuve esperando el momento para decírtelo: Te amo. Quiero estar contigo. He esperado todo este tiempo para decirlo, desde que naciste.

Y me abrazó. Fue un domingo, mi abuela fue a visitar a mi abuelo al cementerio (una tumba blanca enrejada, como a la mitad del camino, antes de llegar a la edificación donde le celebran las misas a los muertos) y mi madre con mi hermano menor fueron a pasear a donde mi tía, en la avenida Tacna. Desde aquel momento Ricardo se encargó de acosarme, llegaba a casa cuando todos salían. Me observaba cuando me duchaba y trataba de jugar conmigo. Todo terminaba siempre en sexo oral. Me masturbaba hasta que terminase en su boca. Yo cerraba los ojos y en momentos de valentía le proponía o lo obligaba a que busque a alguna chica y que se ponga a leer algún libro para que olvide toda la estupidez y de paso dejase mi cuerpo en paz. Él prometía que cambiaría pero todo iba de mal en peor, cada día exploraba una parte de mi cuerpo, un cuerpo que ni siquiera yo conocía del todo. Era un caso perdido. Más tarde descubrí que fue error pedirle que deje de ser él,  porque ya sea, por voluntad propia o por cuestiones del destino, todos tienen derecho a ser aquello para lo que han nacido o aquello que han elegido ser.
Pero por aquella época pensaba que la homosexualidad era una enfermedad y un pecado. Pensé que iría al infierno. Trataba de olvidar los acontecimientos con Gustavo, un amigo del colegio con quien jugábamos a escribir el nombre de chicas en nuestros penes hasta quedar completamente excitados. Recurría a misa, me vestía como mejor podía, quería amistarme con Dios y obtener el perdón. Por aquella época tenía a lo más doce años, los acosos empezaron un año antes y terminaron tres años después, no era ni adolescente ni adulto, quiero decir que la ropa nunca me quedaba bien y era el hazme reír de todos los compañeros de clase que encontraba en misa, sobre todo de Giancarlo, a quien todos halagaban por el inmenso y deforme trasero que tenía, y a quien yo aborrecía por su actitud pedante. Algunos meses más tarde cuando me dediqué a investigar descubrí que la homosexualidad no es una enfermedad sino más bien una prueba de la complejidad humana. La homosexualidad existe desde los inicios de la humanidad con Safo, Aristóteles, Alejando Magno, Shakespeare. La homosexualidad está en el cuerpo colosal de un amigo de la universidad, en la figura varonil de un compañero de trabajo, está frente a los ojos que no quieren ver. ¿Por qué?  Ya sabemos, el qué dirán los demás, como si lo que queremos dependiese de lo que quieren los demás. Todo atribuible a estupidez peruana.
Desde aquella declaración nunca pude estar tranquilo, siempre estuve perseguido por el tipo que me bajaba el pantalón a cada instante: En mi habitación, rodeada de estampitas, libros y por la imagen del Señor de los milagros. En el tercer piso, aquel lugar donde se guardaban las cosas viejas, incluido libros, que leía con frecuencia. En la ducha, cuyo duplicado de la  llave siempre se encontraba colgado en múltiples lugares. En la casa de la calle Nicanor Carmona, en la cuadra seis, en una esquina, frente a los portales. Luego se hizo costumbre, acepté las circunstancias y tomé el control y lo convertí en mi objeto sexual, practiqué lo obsceno, en la cocina, en el baño, hasta que me aburrí. Lo sexual pasó a un segundo plano. Ricardo esperó once años no para ver lo exitosa que pudo haber sido la espera y la relación conmigo, sino para presencial el conjunto de instantes en los que me fui formando como un animal sexual.

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