Soy la noche desvelada. Soy el estupor en el espejo. Soy un cadáver que respira ¿En qué momento morí sin darme cuenta?¿Cuándo por fin terminaré de morir? No debí nacer. (Escupirán sobre mi tumba de Jaime Bayly)
Ricardo tenía como 23 años cuando
lo conocí, cuando conocí sus intenciones. Era un buen amigo de mi abuela, era
pintor, electricista y otras profesiones más.
Se encargaba de arreglar las bodegas y limpiar las paredes de la casa
cada vez que mi abuela lo requería. Era
un amigo de familia, desde la época en la que mi abuelo vivía. Lo recuerdo como
un tipo alto, con espaldas anchas, bastante educado ante los incautos y
sexualmente indeseable ante mí. Yo tendría unos cuatro años cuando mi abuelo
murió. Y él quedó como un miembro más de la familia y fue, desde aquel momento, el
más allegado a mi abuela, quien era la que gobernaba la casa de infancia. Llegaba
a la casa cuando quería, platicaba, se jugaba con mi madre y con la señora
Chonate, la lavandera; jugábamos a los
carnavales con las bombas de fumigar de mi abuelo, muchas veces me acompañaba
al campo a ver a los animales que vivían en el molino, a la altura del segundo
dren, camino a Pítipo. Ricardo me vio nacer, me cargó, me trataba bien, era mi
amigo hasta los once años en que me confesó su mayor secreto:
Te he visto nacer, crecer, siempre me has
gustado. Estuve esperando el momento para decírtelo: Te amo. Quiero estar
contigo. He esperado todo este tiempo para decirlo, desde que naciste.
Y me abrazó. Fue un domingo, mi
abuela fue a visitar a mi abuelo al cementerio (una tumba blanca enrejada, como
a la mitad del camino, antes de llegar a la edificación donde le celebran las
misas a los muertos) y mi madre con mi hermano menor fueron a pasear a donde mi
tía, en la avenida Tacna. Desde aquel momento Ricardo se encargó de acosarme,
llegaba a casa cuando todos salían. Me observaba cuando me duchaba y trataba de
jugar conmigo. Todo terminaba siempre en sexo oral. Me masturbaba hasta que
terminase en su boca. Yo cerraba los ojos y en momentos de valentía le proponía o lo obligaba a que busque a alguna chica y que se ponga a leer algún libro para que olvide
toda la estupidez y de paso dejase mi cuerpo en paz. Él prometía que cambiaría pero todo iba de mal en peor, cada día exploraba una parte de mi cuerpo, un cuerpo que ni siquiera yo conocía del todo. Era
un caso perdido. Más tarde descubrí que fue error pedirle que deje de ser él, porque ya sea, por voluntad propia o por
cuestiones del destino, todos tienen derecho a ser aquello para lo que han
nacido o aquello que han elegido ser.
Pero por aquella época pensaba
que la homosexualidad era una enfermedad y un pecado. Pensé que iría al
infierno. Trataba de olvidar los acontecimientos con Gustavo, un amigo del
colegio con quien jugábamos a escribir el nombre de chicas en nuestros penes
hasta quedar completamente excitados. Recurría a misa, me vestía como mejor podía, quería
amistarme con Dios y obtener el perdón. Por aquella época tenía a lo más doce
años, los acosos empezaron un año antes y terminaron tres años después, no era
ni adolescente ni adulto, quiero decir que la ropa nunca me quedaba bien y era
el hazme reír de todos los compañeros de clase que encontraba en misa, sobre
todo de Giancarlo, a quien todos halagaban por el inmenso y deforme trasero que
tenía, y a quien yo aborrecía por su actitud pedante. Algunos meses más tarde cuando me dediqué a
investigar descubrí que la homosexualidad no es una enfermedad sino más bien
una prueba de la complejidad humana. La homosexualidad existe desde los inicios
de la humanidad con Safo, Aristóteles, Alejando Magno, Shakespeare. La homosexualidad
está en el cuerpo colosal de un amigo de la universidad, en la figura varonil
de un compañero de trabajo, está frente a los ojos que no quieren ver. ¿Por
qué? Ya sabemos, el qué dirán los demás,
como si lo que queremos dependiese de lo que quieren los demás. Todo atribuible
a estupidez peruana.
Desde aquella declaración nunca
pude estar tranquilo, siempre estuve perseguido por el tipo que me bajaba el
pantalón a cada instante: En mi habitación, rodeada de estampitas, libros y por
la imagen del Señor de los milagros. En el tercer piso, aquel lugar donde se
guardaban las cosas viejas, incluido libros, que leía con frecuencia. En la
ducha, cuyo duplicado de la llave
siempre se encontraba colgado en múltiples lugares. En la casa de la calle
Nicanor Carmona, en la cuadra seis, en una esquina, frente a los portales.
Luego se hizo costumbre, acepté las circunstancias y tomé el control y lo
convertí en mi objeto sexual, practiqué lo obsceno, en la cocina, en el baño,
hasta que me aburrí. Lo sexual pasó a un segundo plano. Ricardo esperó once
años no para ver lo exitosa que pudo haber sido la espera y la relación conmigo,
sino para presencial el conjunto de instantes en los que me fui formando como
un animal sexual.
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