domingo, 29 de abril de 2012

Los hombres de mi vida: Paul


Veíamos pasar el mar negro, las playas de la Costa verde. Olía feo, a aguaje, a desagüe. Sólo los pobres se bañaban en esas playas poco higiénicas. Los que tenía plata se iban al sur, cada vez más al sur. Meterse al mar de la Costa verde era como meterse en un inodoro: mucha mierda, compadre. (Fue ayer y no me acuerdo de Jaime Bayly)

Me detengo en la página 198. Gabrielito le ha ganado la guerra a Matías, me siento Gabrielito y siento que la victoria también ha sido mía. En el televisor toca David Guetta. Recuerdo que debo escribir sobre un durazno y un delfín y también sobre el humano, con quien terminaré acostándome, porque ya sabemos en el noble arte de la ficción yo soy un dios y nadie puede decir lo contrario. Dejo la lectura, siento que amo sus canciones y me invade la mente una historia y un tipo agradable. Es hora de escribir.
Eran mis primeras semanas en Lima, la ciudad en la que se puede ser gay, coquero y vivir feliz. Aún sufría y comía poco, recordaba con lágrimas al tipo con el tuve una larga relación de tres años, y que pudo haber durado más, pero el viaje y la voluntad de mi madre (que es lo mismo) la interrumpió. No conocía Lima, me preparaba en una academia conocida, porque tenía la idea descabellada de postular a la UNI y ser el mejor ingeniero, eran días de estupidez. Nunca postulé a la UNI, pero si camine por la calles aquella ciudad, conociendo, recordando, pensando, en las nubes.
Cuando se está en Lima y no se conoce mucho y tampoco se tiene amigos, sólo quedan dos opciones: Quedarse en casa leyendo o haciendo cualquier cosa; salir y tomar la ruta más larga, luego caminar un rato por algún distrito desconocido y finalmente emprender el viaje de regreso, igual de largo que el de ida. La ruta perfecta, para mí, es empezar en Cieneguilla, un lugar solitario y agradable y terminar, a lo más en Plaza San Miguel, no más allá porque la ciudad y el viaje se afean. Yo elegí lo segundo, tomé el bus, con buena música, con cobrador de buen cuerpo y con asientos más o menos nuevos y terminé el viaje en Pueblo Libre.
Bajé en ese lugar como por voluntad de Dios, caminé dos cuadras, en aquel distrito agradable y llegué a Parque Amoretti, un  parque sin bancas, pero agradable. Pueblo Libre tiene muchas referencias, estatuas, edificaciones en honor a los libertadores y llegué a la conclusión, de que si José de San Martín o Bolívar, llegaron a Lima, debieron hospedarse allí. Me senté en la vereda del parque.
La gente corre con sus perros, es casi de noche. No pregunten porque siempre salgo en las noches. Escucho a unas viejitas contar la historia de porqué el parque no tiene bancas y de cómo las retiraron el día que el alcalde u otra celebridad las donó. Fue en ese momento en el que noté a un tipo como de treinta años, blanco, con cuerpo de gimnasio, una tabla de surf y sobre una moto. Su nombre es Paul.
Paul es de esos pocos chicos guapos que quedan el Lima. Es como aquellos chicos que de los que leo en las novelas de Bayly o como aquellos chicos que observaba con lujuria en las revistas de mi tío, Health Men es el nombre de la revista, en los tiempos de adolescencia en una casa de campo. Lo conocí aquella noche en Pueblo Libre, me saludó; yo hice lo mismo con la mirada, quedé impresionado por sus manos y por su rostro de joven que pronto será adulto. Hablamos de muchas cosas que no recuerdo. Tomamos gaseosa y llegamos a la conclusión de que yo no sabía manejar moto, el propuso enseñarme. Yo acepté verle el rostro y las manos y me empeñé en que el aprendizaje demorase.  Nos veíamos todas las noches, durante media hora. El manejaba duro por todo Pueblo Libre, me dejaba manejar unas cuadras y luego continuaba hablando cosas que yo no quería escuchar, no puedo negar que me sentía bien al ir pegado detrás de él. Luego regresaba a casa y el con mirada de puto, se despedía, a su estilo, y se quedaba en mi mente hasta el día siguiente.

Me fui olvidando de la antigua relación  y enamorando o ilusionando de Paul. Pasaba las horas pensando en él y dejé que mi mente lo convierta en la cosa más importante del mundo. Las noches en moto continuaron y yo trataba de rosarlo lo más que podía, trataba de sentir su cuerpo y como que con él no era la cosa. Finalmente aprendí a manejar moto. Y Paul, que no trabajaba y lo único que sabía era manejar moto y correr olas, me pidió prestado algo de dinero. Accedí.
Tirado en mi cama pensaba en el tipo del rostro afeitado, agradable y en sus manos grandes, en el dedo pulgar. Pensaba en Paul. Me llamó una tarde, iríamos a la Costa Verde en moto. Salí como a las seis de la tarde de mi casa y pasada las ocho salimos rumbo a la playa. Maneja rico, sentía el aire, sentía su cuerpo de joven que se rehúsa a ser adulto. Trataba de tocar allí abajo, no me atreví del todo. Llegamos, se puso a hacer ejercicios en algunos aparatos que habían colocado entre los edificios y el mar, en un parque amplio. Luego nos tiramos en el pasto a mirar el cielo, la brisa era agradable. Añoro el olor a mar. Decidimos regresar a casa cerca de las doce de la noche y como era tarde, él decidió llevarme/acércame a casa lo más que se pudiese. Se arregló la pinga metiendo su mano debajo de su pantalón.
  • La tengo muy grande, dijo con sarcasmo.

Subimos a la moto. Nos detuvimos en un grifo para echarle gasolina a la moto. Sentí que era una obligación moral pagar la gasolina. Me dejó en la Av. La Molina con Javier Prado.
Nuestras salidas a la Costa Verde se hicieron frecuentes/diarias, él hacía ejercicios, corría un poco (yo corría más rápido que él), jugábamos, mirábamos el cielo, emprendíamos el regreso y me dejaba en el mismo lugar, el de la primera vez. Yo ya estaba enamorado o ilusionado hasta el carajo y llegué a un punto de estupidez del que me costó trabajo salir. Paul empezó a pedirme prestado dinero que nunca me devolvió, cada día me pedía más y ya me resultaba complicado pagar la gasolina todos los días, pero lo amaba.
Él sabía que me moría por él.  A veces no me llamaba y era yo quien lo llamaba, primero una vez al día para procurar una salida y poder sentir su cuerpo y poder saludar sus manos; luego más de una vez para saber cómo estaba; y finalmente, lo llamaba hasta el cansancio. Él siempre me pedía dinero, algo que ya no tenía.
Un día con algunas pastillas encima, recordemos que las pastillas para dormir no me hacen dormir sino que tienen un efecto similar al de las drogas (procuro hacer que rían un poco), me armé de valor y le propuse comprar su sexo por un momento, el accedió y fue un momento inenarrable. Pero las cosas ya no iban bien, ya había gastado gran cantidad de dinero y sabía que eso debía parar.
Me dolía pero dejé de llamarlo, pensaba que lo único que Paul quería era dinero y nada más. Llegué a pensar que me odiaba al extremo, que mi presencia le causaba un fuerte dolor en estómago, pero había decidido sufrir el martirio, por dinero. Después de todo ya sabemos que sólo había dos cosas que sabía: Manejar moto y correr olas. Un día me llamó y yo accedí a verlo. Ese día me trato bien, de lo mejor, me regaló un calzoncillo nuevo, yo hubiese preferido uno usado y de él. La pasamos como cualquier otro día, salimos a la playa y regresamos como a medianoche. No le di el dinero que me pidió, le di menos.
Luego traté de olvidarme. Paul, era el hombre perfecto físicamente, pero no lo era para mi bolsillo. Ese día, mientras lloraba en mi cama, recibí su llamada pero no contesté sino hasta la tercera vez. Salimos, estuvo más cariñoso, no había duda, lo amaba a pesar de todo. Me dio un regalo, el más preciado que tenía, según él, un disco de David Guetta, yo no conocía al tipo. El disco tenía una sola canción que duraba cerca de una hora y media. Regresamos como siempre, nos paró un policía por la velocidad a la que íbamos. El policía nos revisó, manoseó todo nuestros cuerpos y nos dejó ir. No era la primera vez que nos detenían por ir a 120 km por hora por la avenida Javier Prado, pero si era la primera vez que nos manoseaban. Ese día sentía que lo amaba más, pero no le di dinero, no era recomendable seguir haciéndolo, de eso estaba seguro. Él se fue molesto.
Días después ya no nos vimos. De vez en cuando el me timbraba, pero no me atrevía a regresar la llamada, sólo me conformaba con llorar escuchando a David Guetta y al lado del calzoncillo que me regaló. Algún otro día me llamó, contesté y le dije que no tenía dinero. Ya no estaba tan cariñoso. Al día siguiente me atreví a llamarlo, me preguntó si podíamos vernos, le dije que no, que no tenía dinero (ya sabía que la única razón de nuestra amistad era el dinero) y me colgó, pero antes dijo:
  • Ya no me molestes, no seas ladilla.

Me dolió en el alma. Lloré, escuché a David Guetta, abracé el calzoncillo y continué lloré durante mucho tiempo. Eliminé su número de celular, traté de borrar, el número, también de mi memoria y ahora estoy aquí dos años después, escuchando a David Guetta y escribiendo. No volví a saber nada de Paul, el vividor agradable, pero aún siento que lo amo. 

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