Veíamos pasar el mar negro, las playas de la Costa verde. Olía feo, a aguaje, a desagüe. Sólo los pobres se bañaban en esas playas poco higiénicas. Los que tenía plata se iban al sur, cada vez más al sur. Meterse al mar de la Costa verde era como meterse en un inodoro: mucha mierda, compadre. (Fue ayer y no me acuerdo de Jaime Bayly)
Me detengo en la página 198.
Gabrielito le ha ganado la guerra a Matías, me siento Gabrielito y siento que
la victoria también ha sido mía. En el televisor toca David Guetta. Recuerdo que
debo escribir sobre un durazno y un delfín y también sobre el humano, con quien
terminaré acostándome, porque ya sabemos en el noble arte de la ficción yo soy
un dios y nadie puede decir lo contrario. Dejo la lectura, siento que amo sus
canciones y me invade la mente una historia y un tipo agradable. Es hora de
escribir.
Eran mis primeras semanas en
Lima, la ciudad en la que se puede ser gay, coquero y vivir feliz. Aún sufría y
comía poco, recordaba con lágrimas al tipo con el tuve una larga relación de
tres años, y que pudo haber durado más, pero el viaje y la voluntad de mi madre
(que es lo mismo) la interrumpió. No conocía Lima, me preparaba en una academia
conocida, porque tenía la idea descabellada de postular a la UNI y ser el mejor
ingeniero, eran días de estupidez. Nunca postulé a la UNI, pero si camine por
la calles aquella ciudad, conociendo, recordando, pensando, en las nubes.
Cuando se está en Lima y no se
conoce mucho y tampoco se tiene amigos, sólo quedan dos opciones: Quedarse en
casa leyendo o haciendo cualquier cosa; salir y tomar la ruta más larga, luego
caminar un rato por algún distrito desconocido y finalmente emprender el viaje
de regreso, igual de largo que el de ida. La ruta perfecta, para mí, es empezar
en Cieneguilla, un lugar solitario y agradable y terminar, a lo más en Plaza
San Miguel, no más allá porque la ciudad y el viaje se afean. Yo elegí lo segundo,
tomé el bus, con buena música, con cobrador de buen cuerpo y con asientos más o
menos nuevos y terminé el viaje en Pueblo Libre.
Bajé en ese lugar como por
voluntad de Dios, caminé dos cuadras, en aquel distrito agradable y llegué a
Parque Amoretti, un parque sin bancas,
pero agradable. Pueblo Libre tiene muchas referencias, estatuas, edificaciones en
honor a los libertadores y llegué a la conclusión, de que si José de San Martín
o Bolívar, llegaron a Lima, debieron hospedarse allí. Me senté en la vereda del
parque.
La gente corre con sus perros, es
casi de noche. No pregunten porque siempre salgo en las noches. Escucho a unas
viejitas contar la historia de porqué el parque no tiene bancas y de cómo las
retiraron el día que el alcalde u otra celebridad las donó. Fue en ese momento
en el que noté a un tipo como de treinta años, blanco, con cuerpo de gimnasio,
una tabla de surf y sobre una moto. Su nombre es Paul.
Paul es de esos pocos chicos
guapos que quedan el Lima. Es como aquellos chicos que de los que leo en las
novelas de Bayly o como aquellos chicos que observaba con lujuria en las
revistas de mi tío, Health Men es el nombre de la revista, en los tiempos de
adolescencia en una casa de campo. Lo conocí aquella noche en Pueblo Libre, me
saludó; yo hice lo mismo con la mirada, quedé impresionado por sus manos y por
su rostro de joven que pronto será adulto. Hablamos de muchas cosas que no
recuerdo. Tomamos gaseosa y llegamos a la conclusión de que yo no sabía manejar
moto, el propuso enseñarme. Yo acepté verle el rostro y las manos y me empeñé
en que el aprendizaje demorase. Nos veíamos
todas las noches, durante media hora. El manejaba duro por todo Pueblo Libre,
me dejaba manejar unas cuadras y luego continuaba hablando cosas que yo no
quería escuchar, no puedo negar que me sentía bien al ir pegado detrás de él. Luego
regresaba a casa y el con mirada de puto, se despedía, a su estilo, y se quedaba
en mi mente hasta el día siguiente.
Me fui olvidando de la antigua
relación y enamorando o ilusionando de
Paul. Pasaba las horas pensando en él y dejé que mi mente lo convierta en la
cosa más importante del mundo. Las noches en moto continuaron y yo trataba de
rosarlo lo más que podía, trataba de sentir su cuerpo y como que con él no era
la cosa. Finalmente aprendí a manejar moto. Y Paul, que no trabajaba y lo único
que sabía era manejar moto y correr olas, me pidió prestado algo de dinero.
Accedí.
Tirado en mi cama pensaba en el
tipo del rostro afeitado, agradable y en sus manos grandes, en el dedo pulgar.
Pensaba en Paul. Me llamó una tarde, iríamos a la Costa Verde en moto. Salí como
a las seis de la tarde de mi casa y pasada las ocho salimos rumbo a la playa. Maneja
rico, sentía el aire, sentía su cuerpo de joven que se rehúsa a ser adulto. Trataba
de tocar allí abajo, no me atreví del todo. Llegamos, se puso a hacer
ejercicios en algunos aparatos que habían colocado entre los edificios y el
mar, en un parque amplio. Luego nos tiramos en el pasto a mirar el cielo, la brisa
era agradable. Añoro el olor a mar. Decidimos regresar a casa cerca de las doce
de la noche y como era tarde, él decidió llevarme/acércame a casa lo más que se
pudiese. Se arregló la pinga metiendo su mano debajo de su pantalón.
- La tengo muy grande, dijo con sarcasmo.
Subimos a la moto. Nos detuvimos
en un grifo para echarle gasolina a la moto. Sentí que era una obligación moral
pagar la gasolina. Me dejó en la Av. La Molina con Javier Prado.
Nuestras salidas a la Costa Verde
se hicieron frecuentes/diarias, él hacía ejercicios, corría un poco (yo corría
más rápido que él), jugábamos, mirábamos el cielo, emprendíamos el regreso y me
dejaba en el mismo lugar, el de la primera vez. Yo ya estaba enamorado o
ilusionado hasta el carajo y llegué a un punto de estupidez del que me costó
trabajo salir. Paul empezó a pedirme prestado dinero que nunca me devolvió,
cada día me pedía más y ya me resultaba complicado pagar la gasolina todos los
días, pero lo amaba.
Él sabía que me moría por
él. A veces no me llamaba y era yo quien
lo llamaba, primero una vez al día para procurar una salida y poder sentir su
cuerpo y poder saludar sus manos; luego más de una vez para saber cómo estaba;
y finalmente, lo llamaba hasta el cansancio. Él siempre me pedía dinero, algo
que ya no tenía.
Un día con algunas pastillas
encima, recordemos que las pastillas para dormir no me hacen dormir sino que
tienen un efecto similar al de las drogas (procuro hacer que rían un poco), me
armé de valor y le propuse comprar su sexo por un momento, el accedió y fue un
momento inenarrable. Pero las cosas ya no iban bien, ya había gastado gran
cantidad de dinero y sabía que eso debía parar.
Me dolía pero dejé de llamarlo,
pensaba que lo único que Paul quería era dinero y nada más. Llegué a pensar que
me odiaba al extremo, que mi presencia le causaba un fuerte dolor en estómago,
pero había decidido sufrir el martirio, por dinero. Después de todo ya sabemos
que sólo había dos cosas que sabía: Manejar moto y correr olas. Un día me llamó
y yo accedí a verlo. Ese día me trato bien, de lo mejor, me regaló un calzoncillo
nuevo, yo hubiese preferido uno usado y de él. La pasamos como cualquier otro
día, salimos a la playa y regresamos como a medianoche. No le di el dinero que
me pidió, le di menos.
Luego traté de olvidarme. Paul,
era el hombre perfecto físicamente, pero no lo era para mi bolsillo. Ese día,
mientras lloraba en mi cama, recibí su llamada pero no contesté sino hasta la
tercera vez. Salimos, estuvo más cariñoso, no había duda, lo amaba a pesar de
todo. Me dio un regalo, el más preciado que tenía, según él, un disco de David
Guetta, yo no conocía al tipo. El disco tenía una sola canción que duraba cerca
de una hora y media. Regresamos como siempre, nos paró un policía por la
velocidad a la que íbamos. El policía nos revisó, manoseó todo nuestros cuerpos
y nos dejó ir. No era la primera vez que nos detenían por ir a 120 km por hora
por la avenida Javier Prado, pero si era la primera vez que nos manoseaban. Ese
día sentía que lo amaba más, pero no le di dinero, no era recomendable seguir haciéndolo,
de eso estaba seguro. Él se fue molesto.
Días después ya no nos vimos. De vez
en cuando el me timbraba, pero no me atrevía a regresar la llamada, sólo me
conformaba con llorar escuchando a David Guetta y al lado del calzoncillo que
me regaló. Algún otro día me llamó, contesté y le dije que no tenía dinero. Ya
no estaba tan cariñoso. Al día siguiente me atreví a llamarlo, me preguntó si podíamos
vernos, le dije que no, que no tenía dinero (ya sabía que la única razón de
nuestra amistad era el dinero) y me colgó, pero antes dijo:
- Ya no me molestes, no seas ladilla.
Me dolió en el alma. Lloré, escuché a David
Guetta, abracé el calzoncillo y continué lloré durante mucho tiempo. Eliminé su
número de celular, traté de borrar, el número, también de mi memoria y ahora
estoy aquí dos años después, escuchando a David Guetta y escribiendo. No volví
a saber nada de Paul, el vividor agradable, pero aún siento que lo amo.
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