Las moscas están en la cocina, sobre todo en la cocina, pero también en la sala, en los cuartos, en los baños, alrededor de la piscina, en todas partes, como Dios, que las diseñó y creo según dicen los que conocen a Dios. No está mal que haya tantas moscas, digo yo, que ciertamente conozco a las moscas mucho más que a Dios. (El canalla sentimental de Jaime Bayly)
Hoy es sábado, se supone que
tengo dos horas de clases presenciales de inglés pero estoy quince minutos
tarde y a quince minutos de la edificación con vista a los cerros de
Independencia, Comas, Los Olivos, no me queda claro en qué distrito se encuentra.
Me subo a una moto-taxi, a la primera
de la fila, hubiese preferido la tercera – porque el chofer es sumamente
agradable – pero debo respetar el orden, me siento y observo al gordito
comiendo un marciano.
- - Necesito llegar pronto, digo – agitado por el viaje interprovincial que hago todos los sábados.
- - Espera un momento, de repente viene otro tripulante, me dice – río por lo de tripulante y me bajo y me resigno a no llegar a clases, porque las reglas del primer día fueron claras.
Salí a tiempo de casa, pero un
mensaje interrumpió el primer viaje en aquel bus elegido rigurosamente, casi
nuevo, con buena música (últimamente prefiero el reggaetón, me excita y me hace
recordar a ciertas personas que no conozco y espero conocer pronto) y con el
adecuado cobrador, a quien iré observando mientras procuro dormir en uno de los
asientos de en medio. ¿Puedes venir a
visitarme? No hay problema, paso por tu casa antes de las clases de inglés. Perfecto.
Continué el viaje y como a medio camino antes de llegar a la avenida Javier
Prado, un tipo sube con una caja de chicles de marca desconocida, que son
populares en todos los buses de Lima, pareciese que existiese una mafia de
vendedores ambulantes (que se mueven de bus en bus) pues todos venden lo mismo.
Mientras esperaba que el chofer bajase el volumen (existe cierta solidaridad al
respecto, no me extrañaría que los choferes hayan sido antes vendedores
ambulantes) y el tipo empiece su
discurso, un yaraví como lo dijo un
profesor de la universidad en la que estudio. Trato de mirar aquel cuerpo
que pareciese haber sido trabajado en un gimnasio. Pero no ocurre lo cotidiano,
este tipo tiene una nueva estrategia, apropiada para el momento. Sólo hay siete
personas, varones, sentados en el bus, distribuidos con la condición de que no
debe haber dos hombres juntos, porque pienso yo: somos hombres, no maricas. Mientras pienso y observo, disfruto el
momento que sólo se puede apreciar al
momento en que nadie viaje, porque todos están comiendo (les cuento que la
mayoría de personas que conozco, “la gente culta”, come en los carritos sangucheros que regaló Laura
Boso hace algún tiempo), tengo al tipo a mi lado y con un mano sobre mi pierna
derecha. Me habla en tono delincuencial, no sé qué rayos dice y no me preocupo
por entenderlo, sólo me interesa el tono delincuencial, su mano sobre mi pierna
y su cuerpo agradable. Finalmente entiendo que quiere que le compre un paquete
de chicles, saco una moneda y por desagracia sale una de cinco soles. Me caes bien, te pagaría por acostarme
contigo, pienso. Le entrego la moneda, procurando disfrutar los últimos
segundo y me agradece. Continúo tratando de dormir, porque no sirve de nada
pensar en que algún día encontraré a alguien que me agrade y que yo le agrade, en
alguien que me guste y que yo le guste, no es conveniente pensar en cojudeces,
es mejor oír la música e imaginar lo que no posible fuera de nuestras cabezas.
Camino por el Trébol de Javier
Prado, busco un tacho de basura para botar el boleto, de papel periódico, que
me dio el cobrador, pero todos están al lado izquierdo de la vía peatonal, yo
voy por la derecha (ya deberían desaparecer lo boletos y empezar a cobrar con
tarjetas, como las del Metropolitano, es un trabajo que le encomendaré a quien
elija como alcalde de Lima). Subo al Chino, sospecho que le dicen el chino porque en esos carros viaja
todo San Juan de Lurigancho, que equivale a decir todo el Perú y que significa
un montón de gente, y bajo en respectivo
puente. Mando el mensaje. Estoy en la
puerta de casa. Sube, una voz por
la ventana. Obedezco y paso momentos agradables. Viajas el 3 de marzo a Huancayo y no quiero perderme ni un segundo.
Ya voy tarde para las clases de inglés, pero tú eres más interesante que el
inglés y que todas las historias que escribo.
Ya me resigne a no ir a clases, a
no viajar con el gordito, porque hoy fue un gran día y no sería justo
estropearlo de ese modo. Sólo tengo derecho a una falta y hoy haré uso de ese
derecho ¿Qué hago? Me regreso a casa o
voy al centro de Lima. Compro un Maltin
Power, esa bebida que es regalada a diario en la universidad, en vasitos y
en botellitas, y que termina regada por los puentes peatonales o al lado de la
acera. Nadie toma esas porquerías, sólo yo, que escribo y por lo tanto debo ser
coherente. Subo al puente y tomo un carro a Alfonso
Ugarte. Bajo y camino lentamente por Uruguay, llego a la cuadra tres y veo
el callejón que divide esa calle, El
Hades. Recuerdo cuando me ponía a buscar anuncios, con un correo falso, de
gente que quería tener relaciones sexuales. Prometieron llevarme al Hades y
estuve allí, tirado en una cama, donde probable se pudo haber acostado todo San
Juan de Lurigancho, y nada de nada. Porque ya lo dijo GB que fea que es la gente. Después de aquel día, ese lugar se
convirtió en un punto de encuentro con Mr. J y algunos otros ocasionales. Recuerdo
al gordito que atiende: Un viernes llegué como a la siete, hora punta en la que
todos los homosexuales de Lima se reúnen, después del trabajo, para relajarse,
y encontré al pobre San Juan de Lurigancho esperando todas las habitación,
porque todo estaba repleto y los gemidos perturbaban la tranquilidad de la
noche. Fui el último en llegar y había una habitación vacía, por supuesto que
sucia y todo lo repugnante que pueda pensarse, pero ya estaba allí y no quería
perder lo mucho que me costó conseguirlo. El gordito se peleó con todos los que
esperaban y me dejo pasar, aunque seas
gordito me acostaré contigo en algún momento, pienso, sonrío amigablemente,
entrego mi DNI, y nuevamente qué fea que
es la gente: Algunos pocos agradables con viejos, asténicos, etc. ¿Quién podría destruir su juventud con un
viejo si se tiene posibilidad de acostarse con todo lo más agradable posible?
A esas horas, todas las zonas aledañas a los hoteles de la avenida Uruguay, están
repletas de travestis y hombres que no sé cuánto cuestan y no me interesan
porque a ellos, prefiero una mujer.
Me detengo en el callejón y
decido conocer las cabinas privadas que se encuentran a ambos lados. Más de una
vez me han invitado a una cabina privada
del centro de Lima o de la UNI, pero la idea no me resulta agradable. Si vales la pena te invito a un hotel de
Jesús María o Lince, pero no quiero hacer nada en una cabina. Alquilo una
hora, la curiosidad me embarga, y no quiero decir que yo sea bonito pero qué fea es la gente. Algunos con las
puertas a medio cerrar, para ver quien se mete y les hace el favor, otros en
pareja, ingreso a la cabina nueve: Un dinosauro sobre la mesa, las paredes
salpicadas de semen, envolturas de preservativos sobre el teclado y los
preservativos tirados en el piso, fuera del tacho de basura. Observo la máquina
que debe tener 512 Mb de RAM e internet con velocidad de 200 Kbps. Mi máquina
tiene 4GB de RAM y el internet es de 3GB, definitivamente estas máquinas sólo
sirven para lo otro. Me retiro sin tocar nada, voy en busca de los baños, que
me resultan interesantes después de haber leído La noche es virgen y un tipo agradable: Vamos a mi cabina. Me gustas
bastante, tengo ganas de demostrar lo promiscuo que soy, pienso. Lo miro
con indiferencia y salgo de aquel lugar, luego me arrepiento de la estupidez,
debí aceptar la invitación.
No hay nada bueno, la profesora
de inglés es más agradable que todo esto. Camino sin rumbo y pienso que debo
comprar un libro. Camino por la avenida Wilson, hasta que leo un letrero que
dice librerías, donde vende libros piratas, y camino hasta donde un señor cojo.
Reviso los libros, ya sé cuáles compraré pero como quiero pagar la mitad del
precio salgo de la tienda como si no me interesase la cosa. El cojito se
levanta de la silla y me ofrece los libros a precio rebajado, me resigno a
comprarlos (eso es lo que muestro) y me entregan La noche es virgen y Conversación
en la Catedral. Es así como un mensaje cambió lo rutinario de aquel día y
me permitió leer las dos mejores novelas que he leído en mucho tiempo.
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