Ya acabó la guerra fría. No tienes que tomar partido. Quiero decir: no tienes que ser heterosexual u homosexual. Puedes sentarte en la “u”. Déjate llevar. No hagas de tu trasero un templo sagrado, una fortaleza invicta, amurallada. Alójate donde seas bienvenido y aprende a dar posada al peregrino. No hagas un melodrama para bajarte los pantalones. (Jaime Bayly en "Cómo ganar amigos")
Me gustan los hombres. Aquellos hombres
que carecen de lo intelectual o aquellos
que lo tienen bastante disminuido. Aquellos hombres que responden a una pregunta filosófica
con una frase grosera y bastante sexual. Aquellos que opinan con la verga afuera. Los que formulan o responden a alguna
broma acercando algún rostro a sus genitales;
o aquellos que solucionan sus problemas con la entrepierna, o los que superan
una entrevista de trabajo con miradas sensuales que terminan en coito. Son los
hombres perfectos. No los son los intelectuales, tampoco los que dan consejos,
ni los que tratan de razonar ante cualquier comentario o pregunta. Yo puedo
razonar todo lo que ellos, y lo que no también. A ellos los aborrezco, su presencia junto a la
mía me causa un dolor eterno, omnipotente, como después de haber recibido una
patada en los testículos.
Las personas como yo no buscamos
similares, buscamos más bien lo que no somos o lo que nunca podremos ser: Lo
instintivo que nos lleva a lo animal, a la perfección que todos aspiramos, la
que no conocemos; la que otros buscan en el cielo, aquella que procuran
alejándose de lo animal ¡Humanos despistados! No entienden que la perfección
está en la tierra, en el animal mismo, en lo que repudiamos y llamamos
inferior. Yo busco la perfección donde nadie la busca: Los hombres con instinto
animal.
He conocido varios hombres. De todo
tipo. Me refiero a tipo de cuerpo, etnia, voz y a todo lo que pueda buscarse e
imaginarse. Una búsqueda tétrica. Ninguno fue el hombre perfecto. Ninguno pudo
tener un instinto animal que supere al humano, siempre estuvieron debajo. En la
cadena evolutiva: Animal – Humano – Animal, ellos ni siquiera llegaron al
comienzo de la cadena. Sólo tres he conocido en el último peldaño. Antes de
hoy.
La Gioconda, de quien he hablado
y escrito innumerables veces, a quien todos mis compañeros conocen como
protagonista de mis escritos sexuales, es la única persona que más se acerca a
lo que denomino perfección masculina. Tiene un olor sexual. Su cuerpo de
troglodita altera mis hormonas y trastorna mi consciente. Su mirada de gigoló innato
representa la mirada de dios, el paraíso y el infierno. Sus manos ásperas, la
sensación en los saludos y despedidas, convertían los días de repudio a lo
humano, en días de amor a la naturaleza y a los animales y a los genitales
desconocidos. Siempre tuvo una respuesta acertada a mis preguntas: Sus manos en
la bragueta.
Piero, no sé exactamente cuál es
nombre, ni donde vive. Lo he encontrado un par de veces en los pasillos que
conducen al baño y leído su correo en los separadores de inodoros: “Mamo pingas”,
era la frase y la seguía el correo desde el que alguna vez hablamos, plática que terminó
en los baños de Camacho. Un
compartimiento sin seguro. Las manos en nuestros cierres. Lo inenarrable de lo
perfecto. Acabó el mismo día. Aquel día y ahora. Cruzamos uno al lado del otro.
Somos perfectos desconocidos: yo un haragán que quiere ser presidente y él un
fanático sexual.
Permanecíamos fumando lo que
quedaba de un cigarro. Yo continuaba definiendo la perfección masculina.
Recordaba también que los cigarros estuvieron guardados desde el año pasado,
cuando terminó la pasión desenfrenada con un amante un poco más haragán que yo.
Recuerdo que siempre me agradaron
los hombres mayores, debido a ello alguna vez llegué a pensar que buscaba al
padre que nunca vivió conmigo y otras
supuse que yo superaba en madurez a algún adolescente promedio de mi edad.
Paul, tenía como treinta años y parecía de veinte. Corría olas, dormía en su
casa y pasaba el resto de tiempo en el mar. Es incierto el modo como nos
convertimos en amantes. Lo único que recuerdo es el olor sexual. La relación
duró poco más de un año, fui obligado a realizar una rutina de ejercicios en
algún pequeño parque de la costa verde, a donde acudíamos diariamente, en moto,
después de recorrer toda la avenida Javier
Prado en busca de la muerte. Nunca encontramos la muerte, solo a varios policías,
que nos detuvieron casi todas las veces por exceso de velocidad. Problemas que
el amante solucionaba con estilo sexual. Alguna vez un policía tocó nuestros
genitales, no hicieron falta las palabras.
Abrazados, sin whisky y con las
sobras del último cigarro, nos encontrábamos hablando de mujeres. El taxista de
las manos fornidas, el que pudo ser modelo y ahora solo era un objeto de
fantasías sexuales, trataba de eyacular con el respirar. Yo pensaba aún en el
hombre prefecto, en el animal, en las olas y en el policía. Hacíamos cosas
distintas pero hablábamos de mujeres. Nuestras manos corrían por el cuerpo. Llegaron
a algún cierre tratando de explorar. Fingíamos inocencia. Yo tenía planeado lo
siguiente: Lo instintivo, lo animal, penetraciones y sexo oral.
Lo que más disfruto de los hombres
perfectos es observarlos. Había sodomizado a un desconocido algunas horas
antes. Había sentido las ganas de hacerlo también con la silueta del sillón, en
el primer piso de la casa de mi hermano, al lado de las escaleras. Busqué al
taxista y trataba de hacer lo mismo o acaso probar lo distinto. De algún modo
me sentía triunfador. He emprendido muchos proyectos, he fracasado en todos y ahora estaba a punto de conseguir
cierto éxito. Pronto podría hacer alarde de un triunfo.
Continuamos en el sillón. Teníamos
la mayor parte del cuerpo descubierto. Besamos cada centímetro sin pensar, sin
decir palabra. Devorábamos todo, nos rehusamos a dejar parte alguna sin
ensuciar. Todo fue una lucha, como cuando tirados en el gras de la cancha de tenis,
que no terminaba y donde uno debía perder. Cogí dos pastillas del frasco, de
debajo de mi cama, y decidí perder. Coloqué las pastillas dentro de un vaso, me
las tragué y procuré dormir.
Las calles cubiertas de niebla. El
reloj marca las cuatro de la mañana. Mi
madre duerme pero pronto ya no lo hará. No sé dónde estoy. El taxista si lo
sabe. Cogemos el auto, recorremos el Cerro Centinela, luego la avenida Javier
Prado. Nos perdemos en la arena. Una nota le informa a mi madre que me
encuentro estudiando. Pronto regresaré a descansar. Mi madre entiende los
sacrificios.
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