jueves, 6 de octubre de 2011

Desvarío III


Ya acabó la guerra fría. No tienes que tomar partido. Quiero decir: no tienes que ser heterosexual u homosexual. Puedes sentarte en la “u”. Déjate llevar. No hagas de tu trasero un templo sagrado, una fortaleza invicta, amurallada. Alójate donde seas bienvenido y aprende a dar posada al peregrino. No hagas un melodrama para bajarte los pantalones. (Jaime Bayly en "Cómo ganar amigos")

Me gustan los hombres. Aquellos hombres que carecen de lo intelectual  o aquellos que lo tienen bastante disminuido.  Aquellos hombres que responden a una pregunta filosófica con una frase grosera y bastante sexual. Aquellos que opinan con la verga  afuera. Los que formulan o responden a alguna broma  acercando algún rostro a sus genitales; o aquellos que solucionan sus problemas con la entrepierna, o los que superan una entrevista de trabajo con miradas sensuales que terminan en coito. Son los hombres perfectos. No los son los intelectuales, tampoco los que dan consejos, ni los que tratan de razonar ante cualquier comentario o pregunta. Yo puedo razonar todo lo que ellos, y lo que no también.  A ellos los aborrezco, su presencia junto a la mía me causa un dolor eterno, omnipotente, como después de haber recibido una patada en los testículos.
Las personas como yo no buscamos similares, buscamos más bien lo que no somos o lo que nunca podremos ser: Lo instintivo que nos lleva a lo animal, a la perfección que todos aspiramos, la que no conocemos; la que otros buscan en el cielo, aquella que procuran alejándose de lo animal ¡Humanos despistados! No entienden que la perfección está en la tierra, en el animal mismo, en lo que repudiamos y llamamos inferior. Yo busco la perfección donde nadie la busca: Los hombres con instinto animal.
He conocido varios hombres. De todo tipo. Me refiero a tipo de cuerpo, etnia, voz y a todo lo que pueda buscarse e imaginarse. Una búsqueda tétrica. Ninguno fue el hombre perfecto. Ninguno pudo tener un instinto animal que supere al humano, siempre estuvieron debajo. En la cadena evolutiva: Animal – Humano – Animal, ellos ni siquiera llegaron al comienzo de la cadena. Sólo tres he conocido en el último peldaño. Antes de hoy.
La Gioconda, de quien he hablado y escrito innumerables veces, a quien todos mis compañeros conocen como protagonista de mis escritos sexuales, es la única persona que más se acerca a lo que denomino perfección masculina. Tiene un olor sexual. Su cuerpo de troglodita altera mis hormonas y trastorna mi consciente. Su mirada de gigoló innato representa la mirada de dios, el paraíso y el infierno. Sus manos ásperas, la sensación en los saludos y despedidas, convertían los días de repudio a lo humano, en días de amor a la naturaleza y a los animales y a los genitales desconocidos. Siempre tuvo una respuesta acertada a mis preguntas: Sus manos en la bragueta.
Piero, no sé exactamente cuál es nombre, ni donde vive. Lo he encontrado un par de veces en los pasillos que conducen al baño y leído su correo en los separadores de inodoros: “Mamo pingas”, era la frase y la seguía el correo desde el  que alguna vez hablamos, plática que terminó en los baños de Camacho.  Un compartimiento sin seguro. Las manos en nuestros cierres. Lo inenarrable de lo perfecto. Acabó el mismo día. Aquel día y ahora. Cruzamos uno al lado del otro. Somos perfectos desconocidos: yo un haragán que quiere ser presidente y él un fanático sexual.

Permanecíamos fumando lo que quedaba de un cigarro. Yo continuaba definiendo la perfección masculina. Recordaba también que los cigarros estuvieron guardados desde el año pasado, cuando terminó la pasión desenfrenada con un amante un poco más haragán que yo.
Recuerdo que siempre me agradaron los hombres mayores, debido a ello alguna vez llegué a pensar que buscaba al padre que nunca vivió conmigo  y otras supuse que yo superaba en madurez a algún adolescente promedio de mi edad. Paul, tenía como treinta años y parecía de veinte. Corría olas, dormía en su casa y pasaba el resto de tiempo en el mar. Es incierto el modo como nos convertimos en amantes. Lo único que recuerdo es el olor sexual. La relación duró poco más de un año, fui obligado a realizar una rutina de ejercicios en algún pequeño parque de la costa verde, a donde acudíamos diariamente, en moto, después de recorrer toda la  avenida Javier Prado en busca de la muerte. Nunca  encontramos la muerte, solo a varios policías, que nos detuvieron casi todas las veces por exceso de velocidad. Problemas que el amante solucionaba con estilo sexual. Alguna vez un policía tocó nuestros genitales, no hicieron falta las palabras.
Abrazados, sin whisky y con las sobras del último cigarro, nos encontrábamos hablando de mujeres. El taxista de las manos fornidas, el que pudo ser modelo y ahora solo era un objeto de fantasías sexuales, trataba de eyacular con el respirar. Yo pensaba aún en el hombre prefecto, en el animal, en las olas y en el policía. Hacíamos cosas distintas pero hablábamos de mujeres. Nuestras manos corrían por el cuerpo. Llegaron a algún cierre tratando de explorar. Fingíamos inocencia. Yo tenía planeado lo siguiente: Lo instintivo, lo animal, penetraciones y sexo oral.
Lo que más disfruto de los hombres perfectos es observarlos. Había sodomizado a un desconocido algunas horas antes. Había sentido las ganas de hacerlo también con la silueta del sillón, en el primer piso de la casa de mi hermano, al lado de las escaleras. Busqué al taxista y trataba de hacer lo mismo o acaso probar lo distinto. De algún modo me sentía triunfador. He emprendido muchos proyectos, he fracasado  en todos y ahora estaba a punto de conseguir cierto éxito. Pronto podría hacer alarde de un triunfo.
Continuamos en el sillón. Teníamos la mayor parte del cuerpo descubierto. Besamos cada centímetro sin pensar, sin decir palabra. Devorábamos todo, nos rehusamos a dejar parte alguna sin ensuciar. Todo fue una lucha, como cuando tirados en el gras de la cancha de tenis, que no terminaba y donde uno debía perder. Cogí dos pastillas del frasco, de debajo de mi cama, y decidí perder. Coloqué las pastillas dentro de un vaso, me las tragué y procuré dormir.
Las calles cubiertas de niebla. El reloj marca  las cuatro de la mañana. Mi madre duerme pero pronto ya no lo hará. No sé dónde estoy. El taxista si lo sabe. Cogemos el auto, recorremos el Cerro Centinela, luego la avenida Javier Prado. Nos perdemos en la arena. Una nota le informa a mi madre que me encuentro estudiando. Pronto regresaré a descansar. Mi madre entiende los sacrificios.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza un comentario: