jueves, 11 de agosto de 2011

Ser Escritor

Cuando decides que has nacido para ser escritor descubres que para conseguir aquel sueño quijotesco debes contarlo todo, arruinar tu vida si es posible. Si quieres ser novelista, uno de los mejores, debes hacer que tu vida parezca una novela, debes lograr que los humanos disfruten de la lectura diaria de tus acciones, debes ser interesante, tu vida debe ser interesante y los días que cargues con ella deben ser los días  y las líneas de una novela, que quienes te  conocen tratan de descubrir día a día, causándoles júbilo, como aquella sensación que se siente cuando se lee algún libro bien comprado.
Uno de los primeros escritos que redacté fue una crítica para el periódico mural del colegio secundario - no mixto - de Ferreñafe. Estudié en aquel colegio porque era uno de los mejores de todos los que existían en aquella ciudad de fundación española. No todos pensaban igual que mi madre, algunas preferían los otros dos, en donde se enseñaba – aparte de lo cotidiano – lecciones sobre costura, agricultura y otras actividades que ayudaban a los estudiantes a prepararse para el trabajo. En mi colegio, no se preocupaban por aquello, y por eso era feliz. Nos preocupábamos más por la lectura, la investigación y yo empezaba a descubrir la escritura como una de mis pasiones; otros se preocupaban por las chicas, el alcohol, las fiestas o por introducir sus genitales en alguna vagina de cierta chica despistada del turno mañana que algún momento les observó la verga de manera sigilosa o no tanto. Los varones estudiábamos en las tardes.
Recuerdo que la pequeña crítica tenía dos hojas y hablaba principalmente de lo pésimo que eran los valores en dicha escuela secundaria. Por aquel tiempo me dedicaba a leer libros de filosofía, literatura y cometía incesto; por lo que andaba bastante preocupado por corregir a las personas en el modo de hablar y de actuar y de todo. Por aquel tiempo era el modelo a seguir, el estudiante estrella, al menos eso se notaba. No me agradaba mucho o nada la denominación de estrella.
La crítica atacaba directamente al director, amigo de un profesor de matemáticas que dictaba las clases ebrio; y a un profesor, hermano del dueño de la librería en donde todos compraban los útiles escolares, que cobraba 5 soles por un once, 10 por un doce y hasta donde alguno de mis compañeros decidiese pagarle. Fue uno de mis primeros escritos y de mis primeras críticas en papel – ya lo había hecho verbalmente desde los once años – que finalmente quedó publicada en aquel periódico mural que yo y mis amigos – mejor dicho mis amigos, yo  soy un haragán para hacer cosas que tengan una colosal diferencia con lo que signifique el pensar y el dormir – hicimos como regalo por los cincuenta años del colegio.  Recuerdo aquel instante como el día que descubrí que lo mío era escribir y no trabajar para otros, ni siquiera para mí. Un redescubrimiento.
Desde aquel momento empecé a redactar las historias que de pequeño le narraba a los patos, las palomas, a la gallina ceniza que crié desde pequeña o de manera especial a José, el chisco, que me acompañaba en el comedor, debajo de la mesa y sobre la entrada a la casa subterránea, cuando todos salían a pasear al campo o a cualquier otro lugar y yo me rehusaba a salir y conquistaba para mí una casa con innumerables habitaciones y pasadizos, vacía y sin humanos.  En aquellos momentos descubría también que era lo suficientemente hábil para investigar y organizar la información que se encontraba desparramada en aquellos libros antiguos que guardaba mi tío en la oficina.
Ya había descubierto que lo mío era escribir, ya había descubierto que me agradaba la soledad, ya sabía que las historias que me fascinaban y provocaban en mí una especie de eyaculación mental eran las mitológicas y medievales donde por defecto yo era dios. Había descubierto también que el amigo de mi tío era homosexual y que en todas las ocasiones que llegaba a la casa, trataba de estar a solas conmigo hablando sobre mis cambios corporales, sin suponer siquiera que yo sabía más de lo que él,  a pesar de los veinte años que llevaba encima, sabía.

Pasaron los años, no muchos, fueron a lo más dos, cuando por fin presente ante el salón de clases una de las primeras historias que debí escribir: “La Divinomaquia”, una narración épica en donde un mortal destrona a los dioses imaginarios que habitan en el subconsciente colectivo de la humanidad y se convierte en un nuevo dios, más real, más humano. Un dios que existió porque yo decidí que fuese así. Fue en ese instante que recordé que también había nacido para ser presidente, descubrí aquella opción como la única que me permitiría conseguir todo lo ansiado en el mundo de la ficción, en el aburrido mundo real, el de los zombis.
Ya sabía que quería ser presidente a los cuatro años, cuando Fujimori  ostentaba su primera reelección. Ya lo sabía, así como sabía que Fujimori debía ser presidente,  sabía que una de las empleadas  de la casa me la chupaba cuando yo dormía, sabía que era cuestión de tiempo para que el amigo de mi tío tratase de violarme algún domingo mientras todos salían a divertirse. Ya lo sabía y ese fue otro de mis descubrimientos. Descubrí que sabía muchas cosas a pesar de la corta edad que tenía. Descubrí que no es la experiencia la única que nos permite conocer el mundo tal y como es, sino que también la lectura ayuda, sólo que hay que saber vivir lo que se lee. Yo era bueno para aquello.
La Divinomaquia, fue una de las mejores historias que se presentó en aquel salón de clases y fue la única que escribí en mucho tiempo, antes de comenzar con la novela y con las publicaciones primigenias en el blog. Antes de la novela y del blog hubo un tiempo de oscuridad, una gran catástrofe, varias veces mencionada pero nunca narrada, que hizo que mi vida brillante y ejemplar a la vista de todos se torne oscura, sin sentido. A pesar de todo tenía la ventaja de ser yo y eso era suficiente para mantenerme vivo y para conseguir cosas que difícilmente un ser ordinario conseguiría. Ese ser yo, poco a poco fue desapareciendo, fue perdiendo vigencia y me regreso a una etapa de reingeniería personal. Descubrí que no se puede sobrellevar  todo lo que resta de una vida con los frutos de las glorias pasadas.
Continué con las publicaciones en el blog, meditabundo, como quien da sus primeros pasos tembleques,  con miedo de caer, por miedo a morir como escritor – incluso antes de haber nacido – por causa de algún comentario desafortunado de algún conocido o no tan conocido. Publicaba y para fortuna, porque para ser escritor hay que tener suerte, conocidos y no conocidos procuraban leer lo que escribía. Considero aquel suceso como un gran avance, como el primer salto de lo monótono del anonimato hacia una humilde fama que procuré con las siguientes publicaciones y que aún no he conseguido en el grado esperado.
De todo lo publicado, quizá lo que tuvo más éxito fue una pequeña publicación titulada “Súper Huascal” que fue censurada, obligada a ser retirada de la luz del mundo de los zombis; pero no por ello dejó de ser la más leída en las escasas dos horas que tuvo de vida. Con “Súper Huascal” me inundaron las críticas y aquella sensación por narrar anécdotas complacientes y aquella sensación, que provoca ansiedad,  por el saber el qué dirán de mi estilo y de las historias, se esfumó. Ya no importa más lo que piensen de lo que escribo, ya no importa más si leen lo escribo. Vivo en el Perú y en el Perú no se lee. Vivo en el Perú, pero de manera más precisa vivo en mi mundo, en mi cama y el placer que siento al momento de escribir basta como pago por dicho esfuerzo irrecompensable.
Continúo escribiendo y cada día que pasa hago de mi vida una novela. La gente me conoce como el loco y en el mejor de los casos como su futuro presidente. La gente sabe que votará por mí y yo que lo harán y lucharán por aquel sueño que es no mío, sino de ellos. Por aquel sueño que estoy dispuesto a hacer realidad por y para ellos. La gente sabe que me odia, pero en el Perú el odio es una de las formas más sinceras de amor.
Continúo escribiendo mi primera novela, escribiendo para el blog, tratando de sobrellevar la universidad y descubro además que cuando se decide ser escritor, se decide también hacer un gran sacrificio. El escribir una novela, el crear un mundo, que al comienzo es tu mundo y después ya no tanto, requiere de esfuerzos incalculables, esfuerzos  que estoy dispuesto a realizar. Hacer dicho esfuerzo significa dejar de dormir todo lo que acostumbro, significa cambiar un placer por otro, que es casi una especie de masoquismo.
El ser escritor es quijotesco. Existen pocos que se proponen tal tarea. Leo algunos escritos bastante buenos en cuanto estilo e interesantes en cuanto temas, pero luego el escritor se desvanece, desaparece; por razones desconocidas por mí, deja de publicar ¿Son las caídas o los golpes narrados en los Heraldos Negros? No lo sé.  Ser escritor implica ser  todo eso y mucho más. Yo he decido ser uno, uno de los mejores.

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