sábado, 23 de abril de 2011

Despedidas que matan

“La vida está llena de experiencias efímeras. La duración las determina algún bicho al que no pudimos matar y regresa para vengarse. El libre albedrío es solo una ilusión plasmada en algún libro de filosofía, es un trozo de mierda en la cabeza de algún incauto”
Uno:

El suero se detuvo. Dejó de circular porque su cuerpo senil se lo impedía, lo rechazaba como hace ya varias semanas pero, a diferencia de las otras, esta vez no estaba mi tía para obligarlo a circular y lograr mantener con vida al cuerpo maltrecho que se encontraba tirado en la cama y que reclamaba paz, la paz que solo se consigue lejos de este mundo, de los zombis. Hace dos meses que el médico de la familia había decretado la muerte de mi abuelo:

- “Ya no puedo hacer nada, ni haré nada, sólo deben dejarlo morir”

Mis tías y mi abuela no estaban de acuerdo con el médico y continuaron requiriendo de sus servicios hasta una semana antes del deceso, en que se rehusó a atenderlo por todos los medios posibles. La semana fue una de intensos cuidados, mis tías y mi madre se turnaban y cada vez que el suero detenía su curso, lo obligaban a ingresar nuevamente, alargando una vida sin sentido. Esta vez mi tía estaba dormida. Mi madre en su habitación, en el segundo piso de la casa, separada de la habitación del abuelo por una gran puerta que dividía la casa como a dos mundos diferentes, soñaba con mi abuelo alejándose por una montaña. Al llegar a la cima se sentó, sonrió y levantó la mano como despidiéndose. La escena despertó a mi madre bruscamente, bajó por las escaleras, cruzó el portón y llegó a la habitación donde dormía mi tía y yacía muerto el abuelo. El médico llegó a confirmar el deceso. Sospecho que le dio gran felicidad. Él y mi abuelo eran amigos de toda la vida y sabía que lo mejor para su amigo era la muerte.

Yo tenía cuatro años. Desperté como a las siete de la mañana y me dirigí a saludar al abuelo pero encontré un siglo de gente dentro de su habitación. Lo vi con el rostro amarrado por un lienzo blanco y con algunos objetos extraños cubriendo sus ojos. Llevaba horas de muerto y estaba con los ojos y la boca abiertos, lo que los obligó a cerrárselos a la fuerza. Me detuve en la puerta y decidí no ingresar.

Tengo recuerdos borrosos de aquella época. No recuerdo haber llorado. Fue la primera vez que conocía a la muerte y no le tuve miedo como no lo tengo ahora. Fue la primera vez que me informaban sobre la fugacidad de la vida y de los placeres, pero aún mi cuerpo no era lo suficiente maduro como para ser consciente de aquello.

El zángano se encontraba revoloteando por la habitación desde la tarde, en que paseando por la casa, ingresó por la ventana que mi tía cerró minutos más tarde y lo dejó encerrado. Volaba por la habitación en busca de la salida y en el viaje descubrió a mi abuelo postrado en cama, decidió vengarse. Mi tía hallábase tratando de contener el sueño cuando un zángano le picó y se quedó dormida por el dolor.

El zángano, al que mi abuelo no pudo matar de un zapatazo años atrás, estaba feliz porque había sido el quien dio el golpe final en la guerra no declarada contra mi abuelo.

Dos:

Tuve varios amigos de infancia pero a quien más recuerdo en este instante y a quien recordar es al “Orate”, aunque considero que no tiene nada de loco y entiende la realidad mejor que cualquiera de su especie: La humana – léase “Trogloditas” – prefiero respetar su denominación. Lo conocí en quinto de secundaria por que llegó de intruso a mi clase – ahora nuestra clase – y desde su llegada amenazó con destronarme. Era una personalidad brillante intelectualmente y físicamente era deseado por varias de mis amigas, entre ellas María, que en muchas ocasiones lució un peinado de repollo para los desfiles de reinas.

Por razones que no recuerdo nos convertimos en buenos amigos. Compartíamos un gran vicio: “Jugar PlayStation” y esa era razón suficiente para buscarnos día tras día. Si la memoria no me falla la mayor parte de nuestras vidas la hacíamos sentados frente al televisor y solo llegábamos a casa para almorzar, cenar y dormir. Fue mi único amigo durante el año y poco más que duró su permanencia en la ciudad en que nací: el año, en el colegio y el poco más, el tiempo de las vacaciones.

Haciendo alarde de nuestras humildes y nada despreciables habilidades decidimos extender nuestros juegos al salón de clases: Conseguíamos jugar a las batallas entre Pokemón sin que la profesora, que era nuestra amiga, nos dijera mucho. Las batallas, después del nintendo, eran uno de nuestros juegos preferidos. Las clases ya habían terminado y nos colocábamos en una de las ventanas de mi casa para librar batallas, no recuerdo quien ganaba, pero es más razonable pensar que teníamos victorias compartidas. Faltaba poco para que se marchase y yo no lo sabía o quizá lo sabía pero no quería saberlo y “El orate” me presentó a su primo, una personalidad que no logré conocer jamás y del que no recuerdo mucho. Yo nunca he tenido grandes habilidades sociales y era complicado adaptarme a tener un amigo más en tan corto tiempo. Me presentó a su primo, quizá porque sabía que su partida dejaría un gran orificio en algunas vidas y pensó en disminuir el daño con ese acto generoso, pero no lo consiguió.

Llegó el día de la partida. El orate partió a otra ciudad, desconocida para mí y a la cual pensé que jamás llegaría y quedé sin un amigo y con muchas semanas, meses y años libres, sin tener algo que hacer, sin poder darle sentido a mi vida. Su primo me buscó unas pocas veces con el ánimo de jugar a las batallas entre Pokemón pero lo rechacé todas las pocas veces hasta el día que desapareció de las faz de la tierra.

Yo y mis nueve ratas tratábamos de ingerir algún alimento pero no lo conseguíamos. Tenía una vida sin sentido, quien sea que controle nuestros destinos me dictaba otra cátedra magistral sobre la fugacidad de los afectos. Aprendí que el clima puede variar tan pronto como el tiempo que dura un coito en algún baño. Aprendí que nada es para siempre y que el día que conocemos a algo o alguien tenemos que ser capaces de mostrar afecto y estar preparados para abandonar. Me tiré sobre algunos costales, en la bodega, y platicaba conmigo y trataba de entender lo que aún no entendía.

El zángano, lleno de euforia por la victoria, llegó a la casa del Orate y en busca de placer introdujo su aguijón en una mano que encontró tirada sobre un sofá. La madre del Orate gritó, trató de tumbar de un zapatazo al zángano que acababa de picarle pero no lo consiguió. El maldito bicho salía victorioso nuevamente. Aquel día, la madre del Orate decidió que la ciudad era peligrosa y decidió abandonarla en un afán de protección.

Tres:
De mi casa hacia el colegio había unas seis cuadras y diariamente las caminaba solo y en línea recta. Nunca tuve muchos amigos y los pocos que tuve me respetaban como a un líder sin que yo hiciese mérito alguno para conseguirlo. Pero los viajes a casa los realizaba sólo, sin seguidores, y con muchas historias en la cabeza.

Era un tipo extraño. El más serio de la clase y con el que nadie – excepto los compañeros con rasgos delincuenciales – se atrevía a hablar. Encontrábase a unos pasos delante de mí. Caminando yo un poco más rápido que él, lo alcance y lo salude. Me devolvió un “hola” seco, haciendo alusión a su aspecto físico. Traté entablar conversación pero no lo conseguí, es así que me pase toda la caminata hablando sobre mí – que es lo que mejor sé hacer – y él escuchó atentamente, sin inmutarse hasta el instante que le comenté sobre uno de mis sueños más ambiciosos: Conquistar el mundo, conseguir destruir y construir lo que a mi traviesa voluntad se le antojase agitando uno de mis dedos, el que se me viniese en gana. Entendiendo que lo mío era destruir y en ninguna medida construir – como lo es en efecto – desprendió una pequeña sonrisa fingida, lo cual era un gran logro. El viaje acabó.

“Aside” fue el último y el mejor de mis amigos. Yo era un adolescente y las ideas en mi cabeza no eran suficientes para saciar mi sed de poder y fue él quien se propuso la noble tarea de ayudarme a conseguir mis sueños, que al final eran un sueño compartido. Nuevamente mi vida giraba en torno a una persona. Descubrí que sólo no soy, ni puedo hacer nada. Descubrí que no existe un dios si no hay alguien que esté dispuesto a reconocerlo como tal. Descubrí que soy incompleto y que los extremos no conducen a nada y que un idealista en una burbuja es caca si no la comparte con un materialista.

Mi burbuja estaba completa, era perfecta y comenzamos a recorrer el mundo, que era la pequeña ciudad en que vivíamos, en busca de auspiciadores para un programa de radio que nunca existió porque nadie estaba dispuesto a confiar en dos adolescentes. Recorrimos o mejor dicho corrimos desde la ciudad hasta el campo y viceversa. Tratamos de jugar a la Ouija. Compramos un Tarot español que usaba nuestra amiga – amiga para mí, amante para Aside – para leer nuestros futuros, con grandes aciertos. Pasábamos las horas dialogando con Meche, la amiga, o en la sala de mi casa. Las charlas terminaban como a las tres de la madrugada y comenzaban a las siete de la mañana del día siguiente. Así ocurrió durante mucho tiempo hasta el día que Aside desapareció. Vivía a dos cuadras de mi casa pero la distancia que separaba nuestra amistad era enorme. Sus padres o abuela – no importa quién – le prohibieron salir de casa y particularmente le prohibieron visitarme. Todos los sueños se derrumbaron, mi vida quedó nuevamente incompleta como hace algunos años. Descubrí que se puede estar cerca y a la vez tan lejos. No sé qué paso y estoy seguro que nunca lo sabré.

Decidí alejarme de los humanos. Decidí que era mejor olvidarme de los amigos y que el mejor amigo que un humano puede tener es uno mismo. Decidí que los humanos son una raza inaprehensible y que en definitiva yo no pertenecía a ella. Que sería un dios lejano, incomprensible, incapaz de brindar afecto y encargado de repartir manzanas de la discordia. Decidí ser ermitaño como ocurre hasta ahora.

El zángano parose sobre la mesa donde la abuela de Aside se encontraba matando moscas. Tiró al zángano al piso y el bicho, haciendo alarde de su inmortalidad, alzo un enérgico vuelo y le hirió la mano. La abuela trataba de descargar la ira que le provocaba el no poder matar un bicho y no se le ocurrió mejor idea que dirigirse a la casa del amigo de Aside para solicitar la disolución de la amistad. Lo consiguió.

Cuatro:
Se encargaba de cortarme la carne y las frutas que debía comer; de licuar lo que debía masticarse para evitarme el trabajo; de protegerme cuando mi madre trataba de castigarme y de darme autorizaciones extraordinarias para ver televisión o salir de casa cuando mi madre me lo impedía. Era mi abuela y yo era su nieto favorito.

Su sueño era verme graduado como ingeniero y solo le pedía a Dios, domingo tras domingo, que le diese vida suficiente para conseguir aquel sueño. Yo era un adolescente golpeado y con un profundo odio hacia la humanidad y no pude brindarle la misma atención que ella a mí.

Me llevaba a todo lugar a donde viajaba. Compartíamos la tarea de alimentar a las aves y en todos mis quince años de vida no conseguí decirle lo mucho que la amaba por el contrario me dedicaba a salir con un hermano que acababa de conocer. Me metí al mundo del alcohol y el cigarro. Vivía más beodo que sobrio. Llegaba a casa como un zombi sin prestarle importancia a nada y a nadie, ni siquiera note el día que mi abuela cayó enferma, enferma de pena, enferma por mi indiferencia. Fue hospitalizada y así lo estuvo cerca de un mes y yo no lo noté o no quise notarlo. Seguía con mi vida, una vida llena de odio y sin rumbo. Marcaba el comienzo de una gran caída.

Uno de aquellos días mi madre me dijo que “La Chochita”, mi abuela, había pedido que vaya a visitarla. Ya estaba un poco mejor y al día siguiente le darían de alta. Decidí salir a malograrme la vida y propuse que iría a recogerla de la clínica al día siguiente, pensando en que probablemente no lo haría. El día siguiente llegó pero no como yo lo esperaba, mi abuela había muerto después de estar completamente recuperada, quizá se había recuperado para esperar mi llegada pero yo nunca llegué. Murió de pena, murió por mi culpa, porque no tuve la capacidad de darme cuenta de lo que pasaba.

Lo más doloroso de todo no fue la muerte, entiendo desde pequeño a la muerte como algo natural, lo doloroso fue no decirle, ni demostrarle lo mucho que la amaba. Desde aquella experiencia trato de compartir con la gente mis sentimientos hacia ellos. Procuro decirles lo mal que me caen y lo repugnante que son sus vidas. Procuro joderle la vida a quien se me cruce en el camino por que es en definitiva el único sentimiento que se me da y porque no estoy dispuesto a sufrir nuevamente el dolor que causa el no decir lo que se siente. Amo a mi abuela y no sé cómo decirle. La amo y es quizá la única persona que amo, después de mi madre, y no hay forma humana de mostrar el amor a los muertos. Me causa impotencia y algunas lágrimas como hoy, hace algunos años y durante los próximos años, hasta mi muerte. Lo único que me queda es terminar la bendita carrera y tener la esperanza que ella observará lo único que quiso observar.

Se celebró un velorio, que son reuniones donde la gente llega a comer y sin la minúscula idea de compadecerse ante la pérdida, que es un insulto que debería omitirse. No estoy de acuerdo con los velorios, no creo que se necesite exhibir un cuerpo sin vida. No estoy de acuerdo en que se dé a comer a la gente, en su mayoría desconocida. No estoy de acuerdo, tendría que tener un nivel considerable de estupidez para hacerlo, en tomarse el trabajo de cocinar para otros después de una pérdida colosal. No estaba de acuerdo con nada pero tampoco podía mostrar mi desacuerdo por que estuve todo el tiempo mirando el cajón, esperando que mi abuela despierte para decirle lo mucho que la amó pero ello nunca ocurrió.

La llevaron a un cementerio en procesión y yo esperaba que despertase y regresase caminando a casa, pero ello tampoco ocurrió. No fui al entierro, me encerré en mi habitación – la de mi abuelo hace once años – a llorar y lamentar lo que ya no podía remediar. Odié más.

Mientras los intrusos comían, el zángano volaba por el patio, reconociendo conocidos que hayan tratado de matarlo en algún momento. Queka, una mujer con cuerpo y voz de hombre, amiga de mi abuela y mis tías, platicaba acerca de lo que estaba comiendo y daba algunos gritos, que debían ser risas, que hacían vibrar las lunas de las ventanas. El zángano pasó por su plato, al lado de la pierna de pavo y de la salsa sin ajo, tal y como ella pidió que se lo sirviesen después de tres intentos fallidos y de muchos gritos contra las empleadas, levantó la mano y de un manotazo lo hizo puré contra el piso. Acabó con la vida del zángano.

2 comentarios:

  1. Así como hay un momento en que las personas entran a nuestras vidas, también hay uno en el que se van -no importa el motivo- al final uno termina solo. Todo lo que podemos hacer es recordar lo que vivimos con ellas. Y mientras aceptes esta idea es mas facil vivir en soledad.
    Excelente publicación mi amigo. La idea del zángano me parece perfecta para representar el motivo cualquiera - a veces inesperado e insignificante- que puede llevar a una persona a salir de tu vida. Y que ese motivo -como si fuese un ser con vida- se burla de ti porque ha logrado dejarte solo.
    Definiría la parte en que me mencionas como un recuerdo grato entre dos ingratos.Gracias.

    ResponderEliminar
  2. Gracias por leerme. Ahora que lo pienso creo que fue demasiado mezquino de mi parte el eclipsar una larga y agradable amistad con esta narración sepultural. Estoy de acuerdo contigo en que nuestra amistad fue un momento grato. Espero leerte pronto.

    ResponderEliminar

Realiza un comentario: