lunes, 11 de abril de 2011

La universidad y los gallos

UNO:

La casa de Feliciano era amplia, tenía un sinnúmero de  habitaciones deshabitadas. Los tres pisos de la casa daban idea de lo grandiosa que debía ser su pequeña familia y de lo exquisita que debió ser su infancia. A regaña dientes y con los celos de Alma Rossi, quien pensaba que yo tendría algún encuentro sexual con “el mundo”, acepté estudiar con mis compañeros. La noche era hermosa y me encontraba entre un cúmulo de personas que se preparaban para el examen siguiente, lo que hacía que  – la noche –  se vuelva turbia e irritante. Los humanos y sus rutinas.
Tres grupos se repartieron en el segundo piso: Feliciano y su Lap top, trabajaban incansablemente en la simulación de algunos sistemas y lo ayudaban en la tarea Alma Rossi y César  desde sus casas: personas nada brillantes, pero ya sabemos que Feliciano prefiere la amistad por sobre otras cosas. Alfredo y otras personas oyéndolo resolver algunos ejercicios, no tratando de entender sino de memorizar procedimientos y respuestas, les importaba un carajo entender lo que hacían, sus ansias de conocimiento acababan en los dos o tres ejercicios que el profesor reciclaba durante el ciclo, ciclo tras ciclo. Yo y mi soledad perturbada observando estudiar a la gente, aburriendo y divirtiéndome, tratando de hablar de mí y sin hacer nada productivo a parte del estudio del comportamiento de mis compañeros, que pronto serán grandes ingenieros. ¿Es un mérito o un pecado?
 Acepté la invitación sabiendo que no aprendería nada, sabiendo que nadie sabía, ni aprendería  un carajo sobre el tema – en esa y en ninguna noche –  y Feliciano también debía saberlo. La reunión no es más que un pretexto para charlar sobre mujeres, estudios, fiestas y otras tonterías con las pocas palabras que conocemos. Era un ejercicio de lo que vendría después: La vida adulta, el tránsito hacia el mundo de zombis, diez u once personas más preparándose para joder el país.
La noche terminó como terminan todas las noches: en las camas y en algunos muebles después de jugar y explorar el lado femenino que todo hombre tiene. El día comenzó con el canto de los gallos.

DOS:

 La universidad vuelve torpe a la gente. La gente se vuelve torpe cuando cree que sabe, cuando cree que aprende, cuando cree que va camino al desarrollo y no hace otra cosa seguir los pasos de quienes hasta hoy no han conseguido nada loable. La salvación estaba en el tercer piso, la tenían esos gallos que no me permitieron dormir los cinco minutos más que pude dormir si hubiese estado en mi casa, esos gallos que no me permitieron dormir un poco más en aquella cama extraña, que todos me dejaron usar por temor a mis inclinaciones sexuales. Los gallos que continuaban asordándome.
Me levanté, coloque mis pies dentro de los zapatos, di dos pasos y sentí el cuerpo pegajoso, me sentí sucio, tan sucio como nunca en mi vida. Mis compañeros estaban felices y continuaban recordando las respuestas y esperando el desayuno. Yo pensaba en los gallos y en la mugre. Ellos se encontraban tranquilos, no habían notado el sudor y las secreciones que el cuerpo arroja en las noches y pensé en los mormones.
 La Gioconda me dio una lección que jamás olvidaré: “Los mormones cuidamos el medio ambiente y el agua”. Había increpado por la suciedad grosera de un compañero que ocupaba un asiento anterior al mío, que me atontaba martes a martes y tanta mierda estaba a punto de matarme. Los olores me dejaban sin cerebro y con una única habilidad, la de mis compañeros: la de memorizar resultados y no la lógica de las cosas. La Gioconda me dio como justificación aquella memoriosa frase.
Aludir cuidado al medio ambiente para librarse de la crítica ante  tanta pestilencia me parecía descabellado, pero luego no lo fue tanto, lo comprendí. El pata que me atontaba en las clases era mormón y mi amigo también, ambos eran mormones y ambos tenían cierto grado de pestilencia, todo fue más claro y ese día decidí que yo no sería mormón: Si se tiene que elegir entre ser mormón y dormir fresco y con el placer que provoca un exquisito baño, elijo lo segundo; pero estaba claro que mis amigos habían decidido ser mormones. El Perú en su mayoría es un país de mormones y no de católicos solo que no lo saben.

TRES:

El tercer piso era un lugar espléndido. El sol iluminaba en un ángulo perfecto que me dejaba exactamente debajo de sus rayos, que tanto detesto. Caminé hacia el ruido, en busca de los gallos para reprenderles el ruido. Daba lo mismo: Hablar con un mormón o un gallo no tiene diferencia relevante.
Las jaulas abarcaban cerca de diez metros cuadrados en el  tercer piso. Estaban apiladas y de cada una colgaban dos recipiente que debían ser para  agua y comida – lo supuse – que estaban vacíos. Dentro de las jaulas encontrábanse los gallos, uno por jaula. Una gran cantidad de gallos de pelea que gritaban por inercia, porque amanecía o acaso por que reclamaban que se les llenase los depósitos con agua y comida. No sabía cuál era la razón de los gritos y los gritos no me daban la respuesta.
Las jaulas me recordaban las aulas de la universidad. Sentí añoranza de estar allí, en la universidad. Sentí la sensación de querer gritar sin represión. Quise por un momento ser  gallo, ser gritón y no saber que grito y que los salones de clase estuviesen repletos de gallos para debatir hasta el cansancio, para censurar todo las normas irracionales que atentan contra las libertades individuales. Actitudes mesiánicas. Quise que mis compañeros sean gallos. Pensé en lo agradable que sería escucharlos hablar o gritar – lo que sea – al menos una vez en 75 años.
Me sentía mormón, tomamos taxi, llegamos a la universidad. Observe dentro de los salones pero los gallos no estaban. El mundo seguía siendo el mismo: Un mundo de zombis y no de gallos que ladran. Mi humanidad se tiró sobre una carpeta, inserté la memoria USB, comencé a desarrollar la práctica y esperé el fin del día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza un comentario: