Las moscas están en la cocina, sobre todo en la cocina, pero también en la sala, en los cuartos, en los baños, alrededor de la piscina, en todas partes, como Dios, que las diseñó y creo según dicen los que conocen a Dios. No está mal que haya tantas moscas, digo yo, que ciertamente conozco a las moscas mucho más que a Dios. (El canalla sentimental de Jaime Bayly)
viernes, 14 de enero de 2011
Desvarío (I)
La puerta se abrió y descubrió las escaleras que conducían al piso nro. 3 donde yacía la sobrina angelical que estaba resuelto a visitar. Puse los pies sobre las primeras gradas y mis vistas – sin motivo consciente – se desviaron a la derecha: La puerta de la oficina – en el primer piso – hallábase abierta y sobre el sofá negro, tirado en una posición provocadora, se encontraba un individuo de unos 17 años que nunca antes había visto. Era una personalidad tan irresistible que me hubiese agradado observarlo toda una eternidad y poseerlo toda otra. No tengo idea de que es lo que suman dos eternidades pero viviría lo irracional con la silueta que en ese instante, el mejor de los momentos de mi vida, en ese día, se encontraba sobre el sofá, inmutable, angelical, tan angelical como la sobrina – pensé.
- Es mi cuñado, dijo la voz que me abrió la puerta.
Continué el camino sobre las escaleras, aturdido y excitado. Estando en el tercer piso, tomé en los brazos – mis brazos – a la sobrina, la besé, la olí y me apresure en bajar. No fue el olor lo que me produjo la prisa en salir, pues la sobrina tenía un olor bastante agradable que embriagaría a cualquiera obligándolo a permanecer contemplando su inocencia eternamente o quizá la suma de infinitas eternidades. Yo estaba más embriago por la presencia del piso uno.
- Debo ir a la farmacia, exhalé.
Me encontraba en problemas: la bestia que habita en mí estaba despertando. Esa bestia insaciable, irracional, sexual; tan irracional como la fortaleza racional de mi yo consciente.
Al pasar por el piso nro. 1 volví a observar. El se encontraba aún tirado, durmiendo. Temiendo lo que podría suceder me apresuré a la farmacia. La de una esquina cercana.
- Véndame Rohypnol - pedí con voz inocente.
- Muestre su receta, por favor – respondió la voz detrás del mostrador.
- No la he traído, pero mi abuela las necesita urgente – respondí, ya algo incómodo
- Discúlpeme, no se las puedo vender – aseveró el perverso humano que me atendía.
Era la primera vez que me negaban las pastillas. En otras ocasiones la farmacéutica, mi amiga secreta y cómplice, de la farmacia cerca a mi casa me vendía todas las necesarias y me ayudaba a adormitar a la bestia. Pero hoy, estaba predestinado, debía ser lo que más temo – lo que soy en esencia - : un promiscuo, una bestia con apetito sexual insaciable y como ya era tarde me dirigí a casa en busca de mis pastillas.
Mi mente recordaba aún aquella silueta, la deseaba y al incorporarme a la realidad note que el bus se llenaba de gente – ahora la bestia, el troglodita era yo – y entre todos observaba a alguna silueta que me agrade para observarla y admirarla lo que quedase del trayecto. ¡Gran Milagro! La adrenalina, esa hormona que está casi ausente en mí, hoy se producía de modo abundante en mi cuerpo bestial y se disipaba a través del todo el bus, donde se mezclaba con la diversidad de olores, pestilencias que circulaban en el aire aprisionado donde probablemente millones de microbios se encontraban en una orgía perpetua, una como la que yo deseaba estar viviendo.
A lo lejos – en el bus – una personalidad me observaba, lo noté porque yo hacía lo mismo, intercambiamos miradas por largo rato hasta que – él – se dispuso a avanzar hacia donde me encontraba sentado. Yo no estaba dispuesto a perder esa oportunidad. En mi estado racional, ese tipejo no debía ser más que un troglodita, pero ahora era yo un animal dispuesto a todo, éramos dos animales dispuestos a tener un orgasmo inimaginado. Pensando, ensimismado como me encontraba en esos pequeños instantes, una sensación agradable me retornó al bus, a las pestilencias, sentía de pronto como mi pareja sexual – ya lo daba por hecho – frotaba su sexo contra mi hombro hasta quedar completamente excitado. No me inmuté, las cosas iban bien y por primera vez entendía como los animales se descubrían en celo. Continuaba frotándose contra mi cuerpo, ambos lo disfrutábamos, yo también estaba excitado.
Saqué mi celular y escribí – como intentando enviar un mensaje – “bajemos en el paradero próximo”, tuve la frase visible un tiempo prudente, luego abandoné el asiento, pedí bajar y tras de mi cuerpo continuó la persona con quien estaba resuelto a tener un encuentro sexual. Ya en la pista caminamos con rumbo desconocido, hablamos poco pero sabíamos lo que queríamos. Las calles estaban vacías, sepulturales. Nos dirigimos hacia un parque sin bancas, dialogamos, nos tiramos al pasto.
- Conozco un hotel cerca, le propuse. Yo estaba cerca a mi casa, conocía el lugar. Me agradaba la tranquilidad del lugar. Agradezco haber vivido siempre en zonas solitarias.
No lo dudó, tocó mi sexo, yo hice lo mismo y luego trato de poseerme, ambos tratábamos lo mismo. Caminamos hacía el hotel, ingresamos, abrió la puerta, nos tiramos sobre la cama y permanecimos inmutables por unos minutos. Después, como dos niños descubriendo juegos sexuales, comenzamos a acariciar nuestros cuerpos y desprender nuestras prendas; tenía una sensación extraña, inexplicable. Quedé inmóvil y el continuó descubriéndome el cuerpo, poseyéndome, y cuando estuvo a punto de sodomizarme procure besar su cuello y proseguí de manera suave y meticulosa hacia uno de sus hombros – si algo había aprendido en estos años que llevo de vida, es que los hombros son una zona extremadamente erógena y una técnica bastante efectiva para sodomizar a cualquiera – y de pronto sus caricias sodomizantes cesaron y se predispuso – la persona del nombre desconocido – a sentir el suave placer que nacía en su hombro izquierdo y se extendía por todas sus terminales nerviosas provocando que se inmovilizara completamente. En esos instantes, en un acto desprevenido me coloque sobre su humanidad y sin dudarlo besé sus labios, nuevamente ya estaba predestinado, y sentimos que la pasión era imparable.
En un silencio parecido al despertar de los gallos, el cedió sus piernas y coloque mi sexo sobre el orificio que lleva a la inmensa felicidad. No lo dudaba, ninguno lo dudaba, estábamos dispuestos a disfrutar ese momento. Con cariño y luego con brutal salvajismo me introduje en su cuerpo, acaricié su humanidad por dentro y luego me dispuse a destrozarla para escapar de la cotidianidad ridícula, mediocre y cínica que me embarga cada día.
Había sincronía, él me empujaba hacia él. Yo sentía las ganas salvajes de continuar destrozo interno y el devoro externo hasta desaparecer su cuerpo y de pronto, exhaló un grito de placer y aquel grito impactó en mis oídos como un rayo lanzado por dios para ver – al menos un instante – su inmenso imperio de felicidad eterna. Ambos habíamos terminado aquella aventura sincrónica, casi inalcanzable para los humanos, pero nada imposible para dos bestias en celo, irracionales como lo fuimos todo el tiempo que duró el proceso de sodomía. De pronto me liberé, le di un beso de cortesía y él se dispuso a sodomizarme, yo cedí, era lo más caballeroso que podía hacer. Pero su virilidad estaba flácida y desistió, me compadecí, besé su sexo para que sienta que solo hemos sido dos hombres practicando algún deporte y que luego de un baño seguiríamos la vida normal, la humana.
Observe el reloj intercambiamos números de celulares – procure cambiarle una cifra al mío mientras se lo dictaba, por fortuna él no tenía crédito – y luego caminamos hacia la recepción. El se quedaría en el hotel, pero decidió acompañarme para evitar sospechas de asesinato, tan frecuentes en nuestra tribu. Nos despedimos, note bastante ansioso e incómodo a la persona detrás del mostrador, quise joderle el día y besé a mi ex pareja sexual, él trató de rechazarlo pero cedió, nos despedimos con gran carisma, para un gran recuerdo.
Estando en la avenida me apresure a parar un taxi – debía llegar a casa pronto – y uno se detuvo. La personalidad al volante era rechoncha, esperpéntica y yo decidí que no debía malograr aquella noche de eterna felicidad de ese modo canalla y con un ademán rechacé el taxi. Hice los mismo con cuatro o cinco más hasta que alguien – estoy seguro que no fue Dios – se apiadó de mí y se detuvo un taxi que tenia al volante un ser infinitamente troglodita en mi estado racional, pero ya sabemos que ese no era mi estado en aquel momento, al que admiré y deseé antes de subir en el único asiento que tienen los autos libres en la parte delantera y pensaba en el modo de sodomizar – o acaso que me sodomice – a quien maneja hacia mi domicilio. Pensaba en una estrategia y avanzábamos por las calles solitarias, admirables por ello.
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