El primer año de secundaria fue
año en el que descubrí que las personas afeminadas no tendrían futuro en esa
ciudad. Santamaría era un chico pequeño, con sonrisa y modales de señorita, no
era un chico brillante, más bien era una persona acostumbrada a defenderse de
todos aquellos que aprovechaban las horas de clases para burlarse, manosearlo y
abrumarlo con frases obscenas. Estábamos en el año 2000, dos milenios después
del nacimiento de Cristo y la sociedad en la que vivía aún no era libre, era
más bien una ciudad llena de prejuicios, una escuela poseída por un grupo de
humanos, hijos de personas que probablemente lo único que sabían era trabajar
en el campo por las mañanas y emborracharse los fines de semana, en las cantinas
de la avenida Tacna, con chicha de jora. Gustavo acudía con frecuencia a las
cantinas a pedirle dinero a su padre y yo pensaba que probablemente podría
acostarme con su padre, borracho. No supe nada de Santamaría, hasta ahora; y Gustavo fue uno de mis mejores amigos y quizá algo más.
A ningún tipo afeminado le fue
bien en ese colegio, existía una especie de odio a esos bichos raros que no se
atrevían a lanzar piropos y frases obscenas (disculpen la redundancia) a las señoritas, que a la hora de la
salida coqueteaban con algún mototaxista para que les haga el
favor de llevarlas a casa, sin cobrarles. Yo escapé de los abusos, primero
porque era policía escolar y segundo por mi temperamento complicado. Pero
sospecho que esos cabrones pensaban: Cualquier
día le saco la mierda a ese cabro.
Por aquella época, los auxiliares
se creían una especie de mesías, sobre todo Gelimer, un tipo alto, que hacía alarde por ser
considerado ejemplo de vida, quien sin embargo se acostaba con algunas mujeres
de frente al parque San Juan Bosco, porque su esposa estaba imposibilitada para
el coito y para tener hijos. En esa ciudad no hay nadie respetable, no lo son
ni los sacerdotes, ni los docentes, nadie lo es; y si hay algo en que debemos
tener una doble fe ciega es que Ferreñafe es una ciudad hipócrita. Gelimer no escapaba a esta definición y alguna tarde en clases se lo hice saber, a mi estilo, lacerando todo lo que se encuentra en el camino de mis palabras.
Hubo un evento importante en tercero de
secundaria, la época en la que me enseñaba el profesor Nerio, quien enseña
química, un hijo de mil putas que cobraba para aprobar a los tipos
delincuenciales, que alguna vez rociaron semen sobre el cabello de una
profesora de inglés, de quien no supe más después del incidente. Me contaron
unos días después que la profesora se había acostado con un negrito, bastante
agradable, que a modo de juego, sobaba con su mano mis genitales, mientras
esperábamos a que abriesen la puerta del salón (siempre llegábamos temprano),
finalmente la profesora renunció. Todo
ocurrió en un baño, al lado de las escaleras que llevaban al segundo piso,
donde se ubicaba la dirección, en el pabellón desde donde dirigían las
formaciones. El protagonista era un auxiliar viejito, a simple vista
homofóbico, de los más respetables, el de más autoridad, tenía las llaves de
todos los baños, que sólo se habrían a la hora del recreo, y a quien debíamos
pedírselas prestadas cuando se tenía una
urgencia. Ya sabemos que en una tierra asfixiada por el exceso fe la gente vive
de los chimes; la lectura y la investigación, les importa un carajo. Basta con
regalarles un mototaxi o invitarlos a formar parte de un grupo parroquial para
que sientan que son personas exitosas: o bien conquistando a las chicas a la
hora de salida o bien hablando de Dios y cantando como locas – como Pedro Pablo
– mientras se acuestan con los
sacerdotes, monjas o con algunos de sus pupilos. La felicidad de la que habla
la Biblia sólo se encuentra en las relaciones sexuales. Y eso lo tenía claro el
viejito, el auxiliar de las llaves de los baños, a quien aquella tarde lo
encontraron penetrando a un chiquillo afeminado. Nunca se supo si fue una
violación o si fue algo consentido, pero lo que sí se supo es que el auxiliar
fue a la cárcel y cuando regreso agachaba la cabeza al pasar: Nunca más fue la
persona respetable que fingía ser. Nadie es respetable ¡Dejen de creer en supersticiones!
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