domingo, 24 de junio de 2012

Recuerdo afeminado de la secundaria


El primer año de secundaria fue año en el que descubrí que las personas afeminadas no tendrían futuro en esa ciudad. Santamaría era un chico pequeño, con sonrisa y modales de señorita, no era un chico brillante, más bien era una persona acostumbrada a defenderse de todos aquellos que aprovechaban las horas de clases para burlarse, manosearlo y abrumarlo con frases obscenas. Estábamos en el año 2000, dos milenios después del nacimiento de Cristo y la sociedad en la que vivía aún no era libre, era más bien una ciudad llena de prejuicios, una escuela poseída por un grupo de humanos, hijos de personas que probablemente lo único que sabían era trabajar en el campo por las mañanas y emborracharse los fines de semana, en las cantinas de la avenida Tacna, con chicha de jora. Gustavo acudía con frecuencia a las cantinas a pedirle dinero a su padre y yo pensaba que probablemente podría acostarme con su padre, borracho. No supe nada de Santamaría, hasta ahora; y Gustavo fue uno de mis mejores amigos y quizá algo más.

A ningún tipo afeminado le fue bien en ese colegio, existía una especie de odio a esos bichos raros que no se atrevían a lanzar piropos y frases obscenas (disculpen la redundancia) a las señoritas, que a la hora de la salida coqueteaban con algún mototaxista para que les  haga el favor de llevarlas a casa, sin cobrarles. Yo escapé de los abusos, primero porque era policía escolar y segundo por mi temperamento complicado. Pero sospecho que esos cabrones pensaban: Cualquier día le saco la mierda a ese cabro.

Por aquella época, los auxiliares se creían una especie de mesías, sobre todo Gelimer,  un tipo alto, que hacía alarde por ser considerado ejemplo de vida, quien sin embargo se acostaba con algunas mujeres de frente al parque San Juan Bosco, porque su esposa estaba imposibilitada para el coito y para tener hijos. En esa ciudad no hay nadie respetable, no lo son ni los sacerdotes, ni los docentes, nadie lo es; y si hay algo en que debemos tener una doble fe ciega es que Ferreñafe es una ciudad hipócrita. Gelimer no escapaba a esta definición y alguna tarde en clases se lo hice saber, a mi estilo, lacerando todo lo que se encuentra en el camino de mis palabras.

Hubo un evento importante  en tercero de secundaria, la época en la que me enseñaba el profesor Nerio, quien enseña química, un hijo de mil putas que cobraba para aprobar a los tipos delincuenciales, que alguna vez rociaron semen sobre el cabello de una profesora de inglés, de quien no supe más después del incidente. Me contaron unos días después que la profesora se había acostado con un negrito, bastante agradable, que a modo de juego, sobaba con su mano mis genitales, mientras esperábamos a que abriesen la puerta del salón (siempre llegábamos temprano), finalmente la profesora  renunció. Todo ocurrió en un baño, al lado de las escaleras que llevaban al segundo piso, donde se ubicaba la dirección, en el pabellón desde donde dirigían las formaciones. El protagonista era un auxiliar viejito, a simple vista homofóbico, de los más respetables, el de más autoridad, tenía las llaves de todos los baños, que sólo se habrían a la hora del recreo, y a quien debíamos pedírselas prestadas  cuando se tenía una urgencia. Ya sabemos que en una tierra asfixiada por el exceso fe la gente vive de los chimes; la lectura y la investigación, les importa un carajo. Basta con regalarles un mototaxi o invitarlos a formar parte de un grupo parroquial para que sientan que son personas exitosas: o bien conquistando a las chicas a la hora de salida o bien hablando de Dios y cantando como locas – como Pedro Pablo – mientras  se acuestan con los sacerdotes, monjas o con algunos de sus pupilos. La felicidad de la que habla la Biblia sólo se encuentra en las relaciones sexuales. Y eso lo tenía claro el viejito, el auxiliar de las llaves de los baños, a quien aquella tarde lo encontraron penetrando a un chiquillo afeminado. Nunca se supo si fue una violación o si fue algo consentido, pero lo que sí se supo es que el auxiliar fue a la cárcel y cuando regreso agachaba la cabeza al pasar: Nunca más fue la persona respetable que fingía ser. Nadie es respetable ¡Dejen de creer en supersticiones! 

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