Yo y mi tía, en la moto de mi tío. En la casa donde viví 18 años. |
A los dos años pasaba mis días de
infante – aparentemente feliz – despedazando los billetes que mi abuelo dejaba
en algún sillón. Él se iba a duchar y cuando regresaba renegaba hasta el
cansancio. La historia siempre se repetía, mi abuelo no aprendía la lección (o
disfrutaba de mi juego) y yo amaba mi primer pasatiempo.
A los tres años me rompí la
frente, me cosieron y como prueba de aquel golpe – que no recuerdo – tengo una
marca que luzco en la frente. Me cuentan que me encerraron en un corral y yo
tratando de huir, caí y me golpeé la cabeza. Es probable que ese golpe haya sido
un suceso crucial para mi vida presente y futura.
A los cuatro años mi tío obligó a
mi madre a que me sirviese la leche en taza y ya no en biberón. Recuerdo que
aquel día estaba tirado sobre un petate, mirando el cielo y tomando leche en biberón.
Mi tío dijo que ya estaba viejo (a los cuatro años ya me consideraban anciano),
me sirvieron la leche en una taza y me sentaron a la mesa. A esta edad descubrí la muerte.
A los cuatro años, también, me
convertí en estudiante. Estudié en el “Jardín 101”. Mi profesora se llamaba
Socorro y mis compañeros de clases lloraban todos los días. Las únicas veces
que he llorado han ocurrido en habitaciones vacías.
A los cinco años me tiré sobre el eternit para recoger una pelota, en
el jardín, estuve a punto de morir, pero no ocurrió. Desde aquel momento la
muerte me ha sido esquiva.
A los seis años coloque un camote asado – no me refiero a un camote
molesto sino a uno que ha sido colocado sobre carbón encendido – sobre la frente de uno de mis primos, para ver qué
pasaba. Los resultados no fueron del todo agradables. A esta edad también incendié la bodega y
desparecieron todos los periódicos de comienzos de la república, algunos
libros, ropa antigua y otras cosas que nunca conocí.
A los siete años descubrí que
había platos que no me agradaban como el migadito
(plato típico de la ciudad que simula ser diarrea), la sopa de pata de toro,
las lentejas (que son legumbres similares a las arvejas que servían para
alimentar a los pavos), el riñón de la vaca, las patas de cualquier animal,
entre otros. Mi madre siempre tenía una respuesta inteligente “si no te agrada,
cocina tú”, y desde aquella precoz edad aprendí a cocinar.
Me eligieron rey y ese día me enfermé |
A los ocho años tratando de
preparar crema de perejil destrocé la licuadora y fui rey.
A los nueve años despertaba
temprano – cuatro de la mañana – para ir al campo como tío. Salíamos en la
camioneta con algunos trabajadores, contrataban más gente en el puente de la alameda y nos dirigíamos a serquen, lugar donde mi tío tenía
algunas extensiones de terreno.
A los diez años me volví
acompañante de otro tío y a diario viajábamos a Lambayeque, donde sembraba caña
de azúcar, algodón y arroz; fue en uno de esos viajes en el que predije la
caída de un tráiler repleto con caña de azúcar y me descubrí superdotado.
Mis once años fue de grandes
descubrimientos. Descubrí la sexualidad, la pornografía, la magia, las lisuras
y el mundo fuera de mi casa. Inicié mi vida sexual – con amigos y amigas, con
amigos de mi tío, con profesores, con alguna empleada de la casa – y me volví
asiduo consumidor de pornografía. Por aquella época ya tenía internet en casa. Practicaba
algunos rituales, con cosas ordinarias y con sangre de gallinazo, leía las
cartas y las manos, intentaba con los viajes astrales y las premoniciones. Como
marca de aquella etapa ahora conservo un tarot español, un tarot egipcio y 112
videos pornográficos. Y si alguien algún día amanece turbado y decide regalarme
algo por mi cumpleaños, que tenga la bondad de regalarme un tarot de Marsella.
A los once años había cosas que
no podía ver. No me daba cuenta que mis amigos fornicaban con una amiga veinte
años mayor que ellos. Como contraparte, ellos no notaban mi vida sexual. Por aquella
edad también emborraché a los pavos. Por aquella edad es probable que haya
hecho la primera comunión (No lo recuerdo bien).
Después de la primera comunión Mi madrina, yo, mi abuela y su comadre. |
A los doce años me volví
investigador. Investigué sobre mitología griega, el aborto, la prostitución, la
homosexualidad, la drogadicción y otros temas considerados “problemas sociales”.
Esto me dio una visión distinta del mundo. En esta etapa me revelé contra la
religión y empecé a leer libros de filosofía. Fue el comienzo de lo que soy
ahora.
A los trece años era tipo rebelde
y un animal sexual. Me volví alcohólico, procuraba acostarme con algún amigo o
amiga de mi hermano, lo que estuviese disponible. Perdí el espíritu de lucha y
empecé a despreocuparme por ser el mejor. Perdí el título de “el mejor” algunas
años más tarde.
Mi abuela murió cuando yo tenía
quince años y ese fue el comienzo de una gran catástrofe en mi vida. Por aquella
época escribí una crítica para el periódico mural del colegio “Santa Lucía” y un cuento mitológico “La Divinomaquia”.
A los dieciséis años, era ya un
residuo humano.
A los diecisiete años todos mis
amigos y compañeros estaban estudiando en la universidad nacional y yo lo hacía
en una particular, donde no di examen y donde nadie sabe un carajo sobre nada. Fue
a partir de allí cuando empecé a aprender cosas que no hubiese podido en la
vida anterior. Gracias a esto podré ser un buen presidente.
A los dieciocho años me convertí
en ciudadano y mi mamá me llevó a vivir a la capital de mi tribu.
A los diecinueve años empecé a
escribir.
A los veinte años participé en el
concurso de ensayos y quedé en tercer puesto.
Ya no quedan más recuerdos. El
resto es parte de una novela. Una vida ficticia, vivida desde mi cama.
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